All of me, why not take all of me?
Baby, can't you see I'm no good without you?
Take my lips, I'll never use them
Take my arms, I want to lose them
Billie Holiday. All of me
Empieza febrero de modo inesperado, agazapado tras una lluvia
que cae sobre todo. Sobre la acera, sobre los balcones, sobre el mar, sobre el
ánimo destemplado de un invierno tormentoso. Una lluvia desmayada que huele a
desgana. Me siento de espaldas a la puerta para guarecerme de la corriente de
aire. A la izquierda, un ventanal por el que se asoma la silueta del edificio que
el viernes empezaron a derribar y muestra las paredes, aun alicatadas, de lo que
debió de ser la cocina y un poco más atrás, donde los azulejos cambian de
color, lo que sin duda fue el baño. Por detrás de la ruina, el cielo encapotado
y ligeramente combado, con su gota a gota monótono. Más allá, la deformación
que me devuelve la resistencia a ponerme las gafas, como si así parara, de un
modo más torpe que coqueto, el paso del tiempo. Entre el ruido de los platos y de la máquina
del café, se escucha de fondo una canción de hace mil años que no pega nada a
un día tan gris. Al día le viene bien una voz un tanto quebrada, acompañada de la
vibración oscura de una trompeta. Solo tengo que buscarla en la memoria del
teléfono y colocarme los auriculares porque la llevo encima. Acoplarle la
banda sonora a esta mañana gris es sencillo, Chet Baker le viene bien. Porque los
días así, en los que llueve mansamente, se me tuercen los adverbios que utilizo
en exceso, se me quiebran las ganas y algo dentro de mí tararea, sin que sepa
muy bien, la letra de una canción que invento más que recuerdo. Fuera sigue
lloviendo y la camarera me sirve el segundo café de la mañana. Escribo una nota
horrorosa que emborrono al segundo, pensando que a tamaña tontería le habría
venido bien un poco de agua, aunque fuera tibia como esta lluvia de medio
invierno, y sucia como corresponde a cualquier ciudad vieja. Dejo unas
monedas sobre la mesa antes de salir para volver a casa. Acelero el paso
bajo los balcones, esquivando las gotas de agua. Mañana, cuando queramos darnos cuenta, estaremos llegando a
marzo. El invierno habrá muerto y seguiremos buscando, entre los restos
demolidos de nuestra existencia, unos cuantos baldosines que, aun roñosos, nos
digan que el ayer existió.
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