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miércoles, 18 de enero de 2023

A CHORUS LINE

 


Lo escribí volviendo a casa con el desencanto colgado en el bolso. Las horas de viaje sirvieron para pensar que me había dejado llevar por algo lo suficientemente efímero como para que se esfumara en cero coma tres. Con la perspectiva del tiempo todo se ve diferente. Busco el pasaporte porque de repente creo tenerlo caducado y ahora, que no me puedo mover para nada, me preocupa haber caído en la indolencia de no haberlo renovado cuando tocaba. Cuando uno tiene poca ocupación hasta las moscas distraen. Entre los papeles amontonados en el cajón del mogollón, guardo algunas agendas viejas. Papel de biblia, tamaño reducido, letra enana. Allí anotaba cualquier cosa que no tuviera que ver con el trabajo, lo mismo anotaba un desfase menstrual, que la receta del flan chino, incluso los pálpitos de corazón que se calmaban a base de café con hielo. La mala letra y la vida se ha llevado todo aquello por delante. Ahora son apenas unos garabatos que soy incapaz de descifrar, salvo un escueto “nunca pensé que un silencio doliera tanto. La imbecilidad se ha instalado en mí. Ya soy imbécil”. Y debía serlo, o estarlo, cuando veo la fecha e intento tirar atrás. Recuerdo que bajé al andén después de buscar ir al baño. Me había refrescado un poco y se me había corrido el rímel. Vi mi cara, en ese momento de completa imbécil, que me miraba desde el espejo con una mueca que me negaba a mí misma aunque hoy sé que de manera un tanto dura.  Subí al tren, saqué la agenda y anoté alguna cosa que hoy soy incapaz de descifrar. Pero retrocedo un poco y soy capaz de  encontrar aquel retrato de mujer idiotizada a la que el humo la trastocó, que la convirtió en algo parecido a una corista de Broadway que canturreaba con los auriculares puestos mientras esperaba que el mundo explotara como una pompa de jabón. Anoto en un trozo de papel, que sé que perderé entre el salón y el dormitorio y aparecerá de aquí diez años: “Renovar el pasaporte y el puto título de corista a tiempo parcial”.


domingo, 2 de febrero de 2020

AYER


All of me, why not take all of me?
Baby, can't you see I'm no good without you?
Take my lips, I'll never use them
Take my arms, I want to lose them

Billie Holiday. All of me





Empieza febrero de modo inesperado, agazapado tras una lluvia que cae sobre todo. Sobre la acera, sobre los balcones, sobre el mar, sobre el ánimo destemplado de un invierno tormentoso. Una lluvia desmayada que huele a desgana. Me siento de espaldas a la puerta para guarecerme de la corriente de aire. A la izquierda, un ventanal por el que se asoma la silueta del edificio que el viernes empezaron a derribar y muestra las paredes, aun alicatadas, de lo que debió de ser la cocina y un poco más atrás, donde los azulejos cambian de color, lo que sin duda fue el baño. Por detrás de la ruina, el cielo encapotado y ligeramente combado, con su gota a gota monótono. Más allá, la deformación que me devuelve la resistencia a ponerme las gafas, como si así parara, de un modo más torpe que coqueto, el paso del tiempo.  Entre el ruido de los platos y de la máquina del café, se escucha de fondo una canción de hace mil años que no pega nada a un día tan gris. Al día le viene bien una voz un tanto quebrada, acompañada de la vibración oscura de una trompeta. Solo tengo que buscarla en la memoria del teléfono y colocarme los auriculares porque la llevo encima. Acoplarle la banda sonora a esta mañana gris es sencillo, Chet Baker le viene bien. Porque los días así, en los que llueve mansamente, se me tuercen los adverbios que utilizo en exceso, se me quiebran las ganas y algo dentro de mí tararea, sin que sepa muy bien, la letra de una canción que invento más que recuerdo. Fuera sigue lloviendo y la camarera me sirve el segundo café de la mañana. Escribo una nota horrorosa que emborrono al segundo, pensando que a tamaña tontería le habría venido bien un poco de agua, aunque fuera tibia como esta lluvia de medio invierno, y sucia como corresponde a cualquier ciudad vieja. Dejo unas monedas sobre la mesa antes de salir para volver a casa. Acelero el paso bajo los balcones, esquivando las gotas de agua. Mañana, cuando queramos darnos cuenta, estaremos llegando a marzo. El invierno habrá muerto y seguiremos buscando, entre los restos demolidos de nuestra existencia, unos cuantos baldosines que, aun roñosos, nos digan que el ayer existió.