Lo escribí
volviendo a casa con el desencanto colgado en el bolso. Las horas de viaje sirvieron
para pensar que me había dejado llevar por algo lo suficientemente efímero como
para que se esfumara en cero coma tres. Con la perspectiva del tiempo todo se
ve diferente. Busco el pasaporte porque de repente creo tenerlo caducado y
ahora, que no me puedo mover para nada, me preocupa haber caído en la
indolencia de no haberlo renovado cuando tocaba. Cuando uno tiene poca ocupación hasta las moscas distraen. Entre los papeles amontonados en el cajón
del mogollón, guardo algunas agendas viejas. Papel de biblia, tamaño reducido,
letra enana. Allí anotaba cualquier cosa que no tuviera que ver con el trabajo, lo mismo anotaba un desfase menstrual, que la receta del flan chino, incluso los pálpitos de corazón que se calmaban a base de café
con hielo. La mala letra y la vida se ha llevado todo aquello por delante. Ahora
son apenas unos garabatos que soy incapaz de descifrar, salvo un escueto “nunca
pensé que un silencio doliera tanto. La imbecilidad se ha instalado en mí. Ya soy
imbécil”. Y debía serlo, o estarlo, cuando veo la fecha e intento tirar atrás.
Recuerdo que bajé al andén después de buscar ir al baño. Me había refrescado un poco y se me había corrido el rímel. Vi mi cara, en ese momento de completa imbécil, que me miraba
desde el espejo con una mueca que me negaba a mí misma aunque hoy sé que de manera un tanto dura. Subí al tren, saqué la agenda y anoté alguna cosa que hoy soy
incapaz de descifrar. Pero retrocedo un poco y soy capaz de encontrar aquel retrato de mujer
idiotizada a la que el humo la trastocó, que la convirtió en algo parecido a
una corista de Broadway que canturreaba con los auriculares puestos mientras esperaba
que el mundo explotara como una pompa de jabón. Anoto en un trozo de papel, que
sé que perderé entre el salón y el dormitorio y aparecerá de aquí diez años: “Renovar
el pasaporte y el puto título de corista a tiempo parcial”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario