Habíamos trabajado juntas durante
años, no éramos amigas, pero si compañeras de las que una se deja acompañar y
acompaña con mucho gusto. Cuando llegó la pandemia, se despidió con un “podré
descansar un poco”, no me encuentro bien. El cáncer se había reproducido de
manera silenciosa y aunque aun no había vuelto a dar la cara, todo hacía
presagiar que detrás de ese malestar, se removían, otra vez, las células que
habían decidido ir a su aire y acabar con todo lo que encontraban por delante.
En mitad del confinamiento, la peor de las sospechas se hizo realidad. Desde entonces
y hasta ahora no nos hemos vuelto a ver. Nos llamábamos de vez en cuando, nos
poníamos al día y seguimos riéndonos de las burradas de estados de WhatsApp que
colgábamos y a lo que nos habíamos aficionado durante el encierro. Pero la vida engulle y la comunicación se fue
diluyendo a fuerza de rutina y prisas. Pero seguí viendo sus estados
desternillantes y ella los míos como una manera de levantar la mano y señalar que estás por ahí, aunque no estés. Le felicité las Navidades. Le deseé que
estuviera rodeada de amor, de la compañía de los suyos y recordarle que la
llevaba en el corazón. Nada extraordinario porque sabía que eso era así y siempre
lo había sido.
Tengo la sospecha, la triste sospecha, que su vida se está preparando para colgar el punto final. Es una corazonada ridícula, basada en la falta de contestación a mi último mensaje y a la inexistencia de nuevos estados. Sé, por antiguos compañeros de trabajo, que la última recaída ha sido tremenda y que ya no hay marcha atrás. A ratos, mientras miro el teléfono, pienso en lo sencillo que es llamar y no dejarme arrastrar por un presentimiento estúpido. Pero debo de ser terriblemente cobarde, o terriblemente idiota, o las dos cosas a la vez, y sigo mirando la foto, pensando que si algo así hubiera sucedido me habría enterado con toda seguridad y me escondo de mí misma, de mi incapacidad para levantar el teléfono y no saber que decir. Y dejo el teléfono, con la pantalla vuelta sobre la mesa, pensando que puede que tan solo esté cansada.
A ratos me pregunto en qué momento me convertí en semejante idiota.
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