Doña
Cortes, nacida en Jaén, es una mujer encantadora a la que la vida se le puso de
canto cuando aun no levantaba un palmo del suelo, y se le volvió del revés cuando
la AP7 le arranco a su marido. Siempre habla de la autopista, nunca del camión
contra el que se empotró. Y la penas quedaron
selladas, para siempre, bajo el gris oscuro casi negro del asfalto. La vida es así, una grandísima
hija de su madre, dice. Mi relación con Cortes una tarde en el supermercado comenzó
hace ya algunos años. No funcionaba el pago con tarjeta y me faltaban unos
cuantos euros para pagar la compra. Empecé retirar productos con un “quítame esto
y esto otro, espera, esto también”. Cortes, que no anda nada boyante, se ofreció a prestarme el dinero. Que ya se lo devolvería, que sabía dónde encontrarme, que me conocía del barrio. Juro que no la había visto en mi vida,
pero ella a mí sí. Se lo agradecí mucho, muchísimo, pero le dije que no era
necesario, que lo imprescindible lo llevaba y lo otro podía esperar a otro momento.
Volvimos caminando juntas hacia casa, vivimos a la escasa distancia de dos
portales. Ella lo sabía, yo no. Su casa tiene vistas a la calle y yo más ciega
que Santa Lucía. Ahora lo sé, antes no lo sabía. Desde entonces, cuando paso
por delante de su portal, levanto la vista por si la veo en su ventana. A veces
anda por ahí, vigilando que nadie se lleve las calles y al pasar levanta la
mano para saludar como si fuera la Gran Duquesa María Nikoláyevna. Pero Cortes, Doña Cortes, ha vuelto
a Jaén. Dicen que no podía seguir viviendo sola. Que abría la puerta a cualquiera,
que igual comía que igual no, que todo la irritaba y que no quería que nadie la
manejara en su casa. Si fuera por todo eso, también a mi deberían reprenderme.
La persiana está bajada y ya nadie nos guarda la calle. Me apena no haberme
podido despedir de ella. Ni siquiera sé exactamente cuando marchó. A veces, cuando pienso en la vida, en lo
mayores que nos vamos haciendo todos, me entristece la idea de la falta de
autonomía. ¿Qué será de nosotros cuando ya no podamos seguir viviendo como
queremos? Puede que entonces, a traición, alguien decida que tengo que salir de
mi casa, por mi bien. Y puede que, en ese momento, como le pasaba a Cortes en
los últimos tiempos, entre en un estado de rebeldía e irritación que me tenga
que comer con patatas porque entonces, a los ojos del mundo, ya no seré nadie y
me sentiré, si la cabeza aún me sostiene, como la Gran Duquesa destronada. Como
la propia Cortes.
miércoles, 28 de junio de 2023
COMO LA GRAN DUQUESA
lunes, 5 de junio de 2023
DEJÀ VU
Remuevo las cosas que tengo en la estantería y cae al suelo un ejemplar de Montevideo de Vila-Matas. Tengo dos. No, en realidad ya no tengo dos, aunque los tuve. Uno lo compré al poco de salir y el otro lo volví a comprar al cabo de un tiempo, cuando quise empezar a leerlo y no encontré el ejemplar. Tuve dudas sobre si de verdad lo había comprado o si sólo había soñado. En aquellos días, pasaba unos momentos confusos. Llegué a inspeccionar el extracto de la tarjeta de crédito, pero ni aun así salí dudas. Si no tiene que ser, no será, pensé. Y así quedó la cosa. Al cabo de unos meses, andando un tanto revuelta y hasta el hiponcóndrio de todo en general, decidí poner remedio, aunque fuera a tiempo parcial. La gente le da a las benzodiacepinas, a la cocaína y otros, sin duda, a lo que buenamente pueden. Lo mío era infinitamente más sencillo, menos tóxico, e incluso con expectativas. Quería un par de libros. Ninguno en especial.
Al día siguiente, me fui a la librería a por material. Apagué el
teléfono, me paseé entre las mesas, esperando que, si el mundo ardía, o si caía
el meteorito que nunca llega lo hiciera mientras yo me encontraba ahí dentro.
Tropecé con una de las mesas, cayeron varios libros al suelo y tuve una especie
de dejà vu. Igual tocaba llevarse a casa Montevideo, a fin de
cuentas, lo había tenido en mis manos, o eso creía, y ahora lo volvía a tener,
aunque fuera de manera accidental, pero por algo sería. Compré un
ejemplar. Dos días más tarde, en uno de los armarios de la cocina,
apareció el primer ejemplar desaparecido. Y apareció sin tener que atarle nada
a nadie, ni tener que invocar a santo alguno. Asomó entre los libros de la
cocina, por sorpresa, como quien aparece para tocarte los cojones y recordarte
que hay que poner más interés en las cosas. Guardé el ejemplar, el primero, en
el bolso y se lo regalé al portero del edificio. El segundo, el que vino a
sustituir a aquel primero, quedó sobre la mesa del comedor, cerrado a cal y canto y
desapareció de nuevo. Pensé que tal vez era una señal, que Vila-Matas no quería
saber nada de mí, como yo no quise saber nada de él durante algún tiempo. Dejé
de buscarlo.
Añoré el tiempo de vino y rosas.
Cuando charlar estaba bien y arrancábamos tiempo a la miseria del día a día
para enzarzarnos en conversaciones que daban algo de sentido al aburrimiento
vital. La anécdota con el maldito Montevideo empezaba a ser antológica, tan
absurda como para contarla. Recordé, también, que “El amor es más eterno que el
silencio de la muerte”. Y no lo dije yo, lo dijo él. Se lo leí en una
entrevista. Y debe de tener razón. La tiene seguro, porque si es así, esto no hay
quien lo entienda. He vuelto a encontrar Montevideo. Y me he dicho
que ni tan mal. Que quizá ha llegado el momento de recuperar algo de esa
eternidad, si es posible, aunque no lo tengo muy claro.