En uno de los fragmentos de los Diarios de Iñaki Uriarte se recoge
como Solana, el que fuera presidente de la OTAN, dice echar de menos una
tertulia regular con amigos. Uriarte, que con toda seguridad es mejor
conversador que Solana, se suma a esa añoranza por las conversaciones sin
prisa. Podría añadir un más uno, porque me ocurre exactamente lo mismo. Vivimos
un momento en el que de todo se ha multiplicado por cincuenta y tres. No solo
las preocupaciones, sino también la necesidad de que todo sea fácil y rápido.
Se ha relegado la quietud y la reflexión, las ganas de hablar y sobre todo de
escuchar, al rincón de las causas perdidas. Echo de menos muchas cosas y sobrellevo como puedo la nostalgia por una
época en el que creí disponer un tiempo infinito, un tiempo que
administraríamos, yo y quien me diera la gana, a nuestro antojo, como buenos
diletantes. Pero no. Por eso no sé si me siento como Solana, o como Uriarte, o
simplemente me siento como yo misma, con la complejidad de saber que el tiempo
me escupe los minutos y me arranca los años, mientras espero que todo se
ralentice y que me dé tiempo, no solo a echar de menos las tertulias, sino a
emborracharme de todas ellas, antes de que alguien toque el silbato y anuncie
el final del partido. Y, para entonces, ojalá un tiempo de descuento, una
suerte de prórroga alegre, durante la cual poder arrojar al regazo de otro una langosta enorme en homenaje a Annie Hall y a nosotros
mismos y poder tomarse un café, a o una copa de vino tinto, al socaire de un
futuro al que se le pueda sacar la lengua.
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