domingo, 4 de septiembre de 2022

ENOLA GAY

 



A un par calle de casa hay una tienda que vende cosas viejas. No es un anticuario, ni tampoco un chamarilero. No es eso. Todo parece en un estado calamitoso. Nada de lo que hay expuesto tiene un encanto especial, ni parece que tenga utilidad alguna. Son solo cosas viejas de las que la gente se va deshaciendo, aparcándolas en puesto de venta extraño en lugar de en el punto de reciclaje. La acera se ha convertido en el paseo del fracaso y la desilusión. Tienen un horario extenso y no es extraño que, al caer la tarde, ver algunas personas en su interior, toqueteando, escarbando entre los trastos. Alguna vez, alguien caerá en el encanto de algo y se acabará llevando algún cacharro en una infinita cadena de reparto de desdicha que se transporta no siempre en el mejor estado. En algún momento, el negocio de la miseria es rentable y la penuria es abono del bueno para aprovechados y estafadores que invierten en el milagro de la compra y venta de la estrechez. Hace unos días, vi en el escaparate un bolso pequeño, le faltaba la hebilla y la piel estaba muy ajada. Un bolso que ya había dado sus últimos suspiros mucho antes de que el garito abriera. Su estado era de muerte absoluta y plena descomposición. Especulé sobre qué hace que alguien lleve a vender un bolso en ese estado y, de inmediato, me pregunté, quién puede estar interesado en comprar algo así. Sacarle provecho de algún tipo sería increíble. El domingo ha amanecido calmado y el antro con la puerta precintada. Una movida con la policía o algo así, dicen los vecinos. He seguido caminando, viendo como por la esquina, a paso lento, se acercaba el hombre del carrito con un aparato de refrigeración que sin duda dejo de dar aire hace mil años, más o menos los mismos que hace que el bolso sin hebilla dejó de servir para algo. Me temo que el viaje va a ser en balde. 


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