Hoy entré en el estanco a comprar
un abono de autobús. Para pagarlo he tenido que rebuscar en el bolso los casi ocho euros que tenía que pagar en metálico porque no aceptaban
tarjetas. No me parece mal, todo lo contrario. El plástico se ha convertido en
un modo más de control. Escapar a los mecanismos de vigilancia sobre lo que gastamos, sobre hacemos,
lo que ansiamos, incluso sobre lo que fantaseamos, es casi un
imposible. Hablo por el teléfono sobre la mampara el baño y se me llena terminal
de anuncios de reformas, de platos de ducha y de accesorios varios. Los
extractos de las cuentas bancarias dan mucha información, lo mismo que los
comentarios dejados en las reseñas de Google. Y la información es poder, un
poder que en el peor de los casos sirve para manipular, para que otro decida lo
que los demás vamos a comprar, a leer, a ver en televisión y, en el peor de los casos, el discurso que algunos repetirán sin cuestionar lo que otros quieren que repitan . Lo que creemos una
elección propia, o incluso el azar, se convierte en una triste falacia que
intentamos evitar para no avergonzarnos de nuestra propia quietud. Nadie está
libre del control absoluto que, en forma de oferta desmesurada, nos atrapa y
nos mantiene donde quieren que nos mantengamos y sin salirnos del renglón. Hoy
he pagado con unas cuantas monedas, mañana ya no sé si será posible.
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