Los
jueves se retiran los muebles y trastos viejos. Los vecinos los amontonan
frente a los portales en espera del camión del reciclado. Darse una vuelta
antes de que los retiren es una cosa bien curiosa. Las costumbres de unos y las
vergüenzas de otros quedan al aire. Los jueves son días de sofás masacrados por
gatos desalmados que dejan la tapicería para el arrastre; de restos de sillas
de las que hoy apenas queda nada que las recuerde y de trastos que dicen mucho
cuando ya no sirven para nada. Pero entre lo quebrado siempre queda posibilidad
de que alguien sea capaz de ver un tesoro.
Durante la pandemia encontré el mío
junto al contenedor del reciclado. Un arbolito que alguien había dejado a
hurtadillas, en un día que no correspondía y que yo, contra toda prudencia, me
llevé a casa. Le cambié la tierra, lo regué y dejé que el sol de una incipiente
primavera, que se nos moría a días sí y a días también, obrara el milagro de la
resurrección. Solo pedía un poco de cariño y atención, un poco como a todos
durante aquellos días. En realidad, como todos los días y desde siempre. Ayer,
jueves de nuevo, le quité unas ramitas secas. Llegó con los primeros aromas de
una primavera silenciosa y miedosa. Pero ahí sigue, sobreviviendo.
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