Habíamos reñido por una tontería,
una discusión absurda que desencadenó en un silencio que cuanto más se estiraba
más escocía. Decidió ignorarme y mi autoestima, en aquel momento hinchada de
aire, se vino abajo. No eran los otros, posiblemente ni siguiera él, era yo,
así de sencillo. Su silencio, mi desespero; su ausencia, mi ruina. Meses
después, en la vorágine absurda que da el vivir en descuento, entré en un
centro comercial para emborracharme de música hortera y escaparates tan iguales
aquí como en Pekín. Y le llamé. Puede que fuera el algo que vi, o que escuche
por la megafonía, ni siquiera lo recuerdo, pero llamé. Sonó un par de veces y se cortó. De manera
inmediata recibí un mensaje sencillo: “Disculpa, ahora no puedo hablar.” Me
quedé muda, con el discurso atravesado y solo pude pensar que las plantillas de
respuesta son o útiles y criminales a la misma vez. Aquel “ahora no puedo
hablar” me persiguió por todo el centro comercial y se fue extendiendo como una
mancha de petróleo que me cubrió el cuerpo entero, desde los pies hasta el
último recodo que encontró y me dejó la pez pegad durante algún tiempo, hasta
que se acabó disolviendo en el olvido, después de hacerme todas las trampas que
pude. Tiempo después, me encontré a un amigo de aquellos tiempos atroces. Nos reconocimos enseguida pero en cinco minutos agotamos la conversación. Nos despedimos con un abrazo cálido,
la promesa fácil y vacía de volver a verlos. En mi boca un ligero sabor amargo. Al llegar a casa, Carlos me espera con la
mesa puesta y un periódico doblado por la mitad. Le reconocí el gesto y supe
que lo que veía después no iba a ser bueno. No lo fue, o tal vez sí. Los puntos suspensivos casi nunca son buenos, necesitan un punto final. El caso
es que aquel día, me acosté y un olor a brea, que nadie más olía, me dejó sin dormir durante semanas.
domingo, 17 de septiembre de 2023
BREA
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