domingo, 17 de septiembre de 2023

BREA




Habíamos reñido por una tontería, una discusión absurda que desencadenó en un silencio que cuanto más se estiraba más escocía. Decidió ignorarme y mi autoestima, en aquel momento hinchada de aire, se vino abajo. No eran los otros, posiblemente ni siguiera él, era yo, así de sencillo. Su silencio, mi desespero; su ausencia, mi ruina. Meses después, en la vorágine absurda que da el vivir en descuento, entré en un centro comercial para emborracharme de música hortera y escaparates tan iguales aquí como en Pekín. Y le llamé. Puede que fuera el algo que vi, o que escuche por la megafonía, ni siquiera lo recuerdo, pero llamé.  Sonó un par de veces y se cortó. De manera inmediata recibí un mensaje sencillo: “Disculpa, ahora no puedo hablar.” Me quedé muda, con el discurso atravesado y solo pude pensar que las plantillas de respuesta son o útiles y criminales a la misma vez. Aquel “ahora no puedo hablar” me persiguió por todo el centro comercial y se fue extendiendo como una mancha de petróleo que me cubrió el cuerpo entero, desde los pies hasta el último recodo que encontró y me dejó la pez pegad durante algún tiempo, hasta que se acabó disolviendo en el olvido, después de hacerme todas las trampas que pude. Tiempo después, me encontré a un amigo de aquellos tiempos atroces. Nos reconocimos enseguida pero en cinco minutos agotamos la conversación. Nos despedimos con un abrazo cálido, la promesa fácil y vacía de volver a verlos. En mi boca un ligero sabor amargo.  Al llegar a casa, Carlos me espera con la mesa puesta y un periódico doblado por la mitad. Le reconocí el gesto y supe que lo que veía después no iba a ser bueno. No lo fue, o tal vez sí. Los puntos suspensivos casi nunca son buenos, necesitan un punto final. El caso es que aquel día, me acosté y un olor a brea, que nadie más olía, me dejó sin dormir durante semanas.










No hay comentarios:

Publicar un comentario