Me levanto con picor en la garganta
y, como alma que lleva el diablo, me lanzo a por un paracetamol. ¡Lo sabía! Lo
supe ayer mismo nada más subir al autobús. En el exterior Cancún, en el interior
algo parecido a Siberia en un día tonto. Y ahora ya, casi veinticuatro horas después, los estornudos y el goteo de nariz confirman la predicción formulada entre Balmes
y Muntaner. No hizo falta más. Fuera hace un sol espatarrante
que no voy a disfrutar. Paso el día regular, leyendo cosas viejas de otros viejos
que, como yo, combaten el tedio escribiendo cosas que a nadie interesan. La blogosfera
y sus cosas. No tengo hambre, no huelo y me saltan unos lagrimones tristísimos
cada vez que intento reprimir un estornudo para no matar de un infarto al
perro. Si fuera Nora Ephron, y viviera en Manhattan, esperaría que un ex amante
bondadoso o incluso el conserje del Apthorp me trajera una sopa de pollo para
arrasar la colonia de virus que campa a sus anchas. Pero solo soy yo, tirada en
un sofá mirando a una ladera del Tibidabo que queda tan lejos como Pekín,
agotando la única caja de pañuelos de papel que mañana tendré que reponer sin falta
y una infusión hecha con agua del grifo. Ahora sí, el otoño ya llegó. Felicidades.
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