Escojo la peor de las dos butacas. Está
coja y con cada movimiento temo acabar en el suelo. En la televisión
reponen "Indochina". He perdido la cuenta de las veces que la he
visto, de las veces que Eliane (Catherine Deneuve), se convierte en la viva
imagen del error, la perdida y de la infinita melancolía. Pero en el cúmulo de
los desastres y antes de que llegue la famosa escena del lago, con Elian mirando a un horizonte del que no se sabe si pende el quebrando asumido de un ayer que dejó de asistir hace mucho o si, por el contrario, busca un futuro del que ya no forma parte.
Indochina ya no existe. Y como no podía ser de otra manera, la pata acaba
cediendo, me doy de bruces contra el suelo de una manera ridícula, triste, y la televisión se funde en negro pidiendo que recargue el saldo. Dudo entre acurrucarme a los pies
de la cama en la que mi hermana duerme por primera vez después de tres días en los
que intenta burla a todo mal, o levantarme con gran teatralidad, haciendo ver que me
sacudo el mal fario que se nos ha pegado y que nos susurra un “es lo que hay” que bien se podría ahorrar. Pero me levanto y veo a mi hermana, despertada por el follón, que intenta reírse. No puedo evitar hacer una reverencia exageradísima y entregársela a ese público tan exclusivo al que tanto debo y admiro. Y mientras hago el payaso, con la rabadilla haciéndose notar, busco en el móvil el lector del código QR para cargar el saldo de la televisión y volver a ver a Eliane entre la gloria y la nada. Mientras, mi querida hermana vuelve a amodorrarse.
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