
Estuvo lloviendo toda la
noche. El cielo se había ido ennegreciendo
desde primera hora de la mañana y no había dejado de empeorar hora tras hora, hasta
convertirlo todo en una mancha borrosa, indefinida y pegajosa. A esas horas, apenas
había nadie en la calle y el sonido del viento atravesando las calles no hacía
más que confirmar que esa mañana tampoco iba a ser gran cosa. Desde la ventana veía avanzar el
tráfico de una manera lenta, casi quejumbrosa y se alegró, por primera vez, de no
tener que salir a trabajar. El viernes le habían entregado la carta de despido,
agradeciéndole los servicios prestados y reconociendo que, pese a la improcedencia
de su destitución, su futuro más inmediato era la calle o, lo que para ella era
peor, la incertidumbre de no saber qué iba a hacer con su vida ahora que todo
había reventado. Al llegar a casa se descalzó junto a la puerta, dejó las llaves
en el mueble de la entrada y se derrumbó en el sofá esperando que dieran las
cinco para ir a recoger a Luisito.
Fue entonces cuando empezaron a
caer las primeras gotas y fue en aquel momento cuando pensó que no tenía que
apagar el móvil de trabajo porque lo había entregado. Ya nadie iba a molestarla
con no sé qué cosa de última hora. Le entraron ganas de vomitar y por un
segundo pensó en dejar que el cuerpo se aliviara allí mismo, pero corrió al
baño y depositó en el inodoro el desconcierto y el pánico a lo que venía.
Se miró en el espejo y el reflejo
le devolvió la peor imagen de sí misma. Menudo panorama. Miró el reloj y pensó en lo despacio que pasa
el tiempo en algunas ocasiones. Se lavó los dientes y se secó los labios con el
dorso de la mano, arrastrando los restos de carmín que aún le quedaban. Con el
pensamiento desordenado era incapaz de comprender qué había pasado. Pero ella
misma se contestó, había pasado lo que siempre pasa, que a los peones se los
meriendan antes de las seis. Si pudiera, colaría su mano en su interior y se
arrancaría las entrañas. Caminó descalza hasta el dormitorio, se colocó la
camisa por dentro de la cinturilla y se recogió el pelo. Volvió a mirar el reloj
y recordó que Luisito estaría con su padre durante los próximos cinco días. No
tenía nada que hacer, nada de nada. Apagó el teléfono, se sentó en la
cama, abrió la mesilla de noche y, a la misma velocidad con la que tragaba un
par de pastillas, se metió en la cama completamente vestida. Se fundió en
negro.
Se despertó con la boca seca y un
tanto desorientada. Bebió un vaso de agua, tragó dos pastillas más, volvió a la
cama y se tapó la cabeza hasta quedarse dormida. Fuera, la lluvia seguí cayendo
y las calles seguían grises e imposibles. Continuó durmiendo sin soñar nada y solo
al cabo de casi cuarenta y ocho horas se levantó con el sonido de la lluvia
intermitente. Se levantó despacio y
abrió la ventana. Desde ahí, vio como el tráfico avanzaba lentamente y se alegró
de no tener que salir a trabajar. Necesitaba una ducha urgente, un cambio de ropa,
saber que su hijo estaba bien y vomitar, una vez más.