lunes, 14 de abril de 2025

SAHARIANA

 



Existe una norma no escrita según la cual días previos a un puente largo, o a unas vacaciones cortas, la vida se transforma. Durante esos días previos, solo caben dos maneras de funcionar. La primera, como si se acabara el mundo y no hubiera que dejar cabo suelto; la segunda, soltando cuerda y dejando que la vida se inunde de una calma rayana a la quietud absoluta, porque nada va a levantar el desastre ya consumado. Estoy en el grupo dos, el de los realistas

Anoche murió Mario Vargas Llosa. No va a ser el único que lo haga hoy, ni mañana, ni pasado. La diferencia con los demás es que su desaparición física no es su final. Siguen sus libros, siguen sus escritos y eso, ¡Válgame Dios!, es una suerte nada desdeñable para los suyos y para nosotros también.

Es Lunes Santo, la mesa cruje de espanto y el cuerpo responde a medio gas.

Leo a algunos escribiendo sobre esto y aquello; sobre Vargas Llosa y sobre la muerte; sobre el fin de las cosas que desaparecieron hace ya demasiado y sobre Isabel Presley. Somos así. Guardo para mí un recuerdo tan simple como personal que me lleva al escritor y, por un momento, mientras leo sus obituarios, vuelvo a un verano achicharrante de una humedad desmedida en las que mi padre, recostado en un banco con respaldo de rejilla, leía "Pantaleón y las visitadoras", sin hacernos ni caso. Mis hermanas mayores cuchicheaban que igual aquel Pantaleón sobre el que leía papá, y que yo no llegaba ni a descifrar, tenía algo que ver con el milagro de la sangre del que la abuela hablaba a veces. Quedó para siempre la anécdota del santo de la abuela y el libro de papá de la que se desternillaba cuando ya apenas le quedaba un aliento de vida. Aún hoy, tantos años después de su muerte, Pantaleón sigue en su biblioteca.

Hoy es el día de grandes discursos, de las loas y de las críticas mal intencionadas. Sin embargo, esta mañana de abril, en mi cabeza que anda al ralentí, solo cabe el recuerdo de un verano de humedad extrema, de sahariana pegada a la espalda y de un libro reposando sobre el banco del patio. Hoy, pese a todo, solo cabe en mí la singular imagen de mi padre aún joven, sentado en su silla de rafia, esperando, ahora ya con la bondad de la primavera, a que llegue Don Mario.




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