No hace tanto tiempo mi vida no
era esta, era otra. Los días pasaban sin grandes pesos. Fotografiaba, leía,
preparaba unas cenas estupendas durante las que bebíamos vino y nos tapábamos con
mantas que tejía en las horas muertas mientras esperábamos al amanecer. Las
horas eran insignificantes porque, una tras otra, nos mantenían en una
ensoñación permanente, que rozaba la enajenación. No teníamos nada, pero no
importaba. Si algo iba mal, hacíamos como que no existía y durante un tiempo,
realmente, dejaba de existir.
Pero en algún momento se jodió todo
aquello y tuve una hija. Ahora vive conmigo, solo conmigo, porque la vida de
aficionada a la nada y el ensimismamiento suicida se fueron al garete cuando ya
no era solo yo, ni siquiera él, sino la boquita diminuta que se abrían de forma
incesante y nos absorbían hasta dejarnos extenuados.
Ya no tenemos nada que decir. El
delirio gira al compás del tambor de la lavadora y del silencio.