Parón obligado. Paso por el taller de chapa y pintura, porque no hacerlo no era una opción. Así que más vale poner al tiempo buena cara y aprovechar este tiempo regalado que, entre modorra y modorra, da para ver algunas películas a modo de comprimido facilitador de la anestesia mental. Y en esta deriva diletante y dolorida, una primaveral tarde de mayo, se me ocurre, empezar a ver “El secreto del orfebre”. Me duermo pronto, muy pronto, cuando el orfebre anda de jovenzuelo por un pueblo de no sé donde, y me despierto cuando el tipo, aún no sé cómo, ha dado un salto en el tiempo, y ya no sé si es su padre, su tío o el primo el que se perdió entre las viñas de una campiña monísima. Me duermo otra vez, y no de manera intencionada. Me despierto de nuevo, no sé cuanto tiempo después, pero la película ya ha terminado e ignoro si el tipo que viaja por el tiempo se reencuentra con la madurita a la que pretendía cuando era joven, y que lo llevaba a maltraer. La película es un ladrillo monumental que me ha dejado noqueada. Pero no hay mal que por bien no venga y no hay que desdeñar una de las bondades a las que se puede extraer de infumable ladrillo que protagonizan Mario Casas y Michelle Jenner. La película es, en sí misma, una eficaz adormidera que nada tiene que envidiar a la melatonina en cápsulas o a la más potente de las valerianas.
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