Acabo de presenciar una discusión tan extraña como absurda. Pertenecer al pelotón de la gente a la que le gusta leer el periódico, mientras toma el primer café de la mañana, nos ancla entre las personas del montón. Gente corriente. Pero ser gente corriente no libra de rarezas ni de que, tras esa normalidad, se escondan personas bastante particulares, por lo más, que encuentran un enorme placer en discutir por las cosas más peregrinas, por ejemplo, ¿Cuánto tiempo puedo quedarme un periódico que no es mío? Según el interfecto que inicia la discusión y que pocas dotes diplomáticas, no hay que acaparar el ejemplar. Basta con hacer un repaso somero de titulares y soltarlo en menos de 3 minutos para que otro cliente pueda hacer el examen preceptivo de la mañana. Según el Santo Job que le aguanta la turra interminable, cada uno lee lo que quiere y durante el tiempo que le viene en gana. La discusión sube un poco de tono entre el ruido de los platillos que chocan contra la barra. Pero la cosa no llega a más, es pronto. Aún no ha salido el sol y el periódico, que es bien comunal, ni siquiera es el del día.