Abro la nevera y sé lo que encontraré. La llené yo. Fui al supermercado con una lista que confeccioné a base de preguntar ¿Qué te parece si está semana preparamos menestra de verduras? ¿Prefieres que cojamos yogures y flanes o solo yogures? ¿Qué tal si compramos algo de pescado y congelamos la mitad para tener entre semana? Son preguntas que no me sirven de mucho. El menú está pensado y escrito de antemano. Pero sé que esa elección trucada sirve para que sienta que decide, aunque no sea así; y que crea que va a comer lo que quiere, lo que le gusta, porque ella así lo desea. Hay algo de manipulación que me escuece y de la que soy consciente.
Casco dos huevos y los bato con energía. Mientras se calienta un poco de aceite, va poniendo la mesa. Lo hacemos a la par, pero poco. El huevo batido se va cuajando y se lo digo. El controversia del día se centra en si es mejor que la pasemos mucho o que la dejemos un poco cruda. Hoy cenará una crema de verduras que hice ayer, después de que, no sin cierta dificultad, pelara la zanahorias que compramos por la mañana. Cenará despacio, porque nunca ha comido deprisa y hablaremos un poco antes de que la cama la llame. Una charla difícil cuando las palabras se esconden en algún lugar de la cabeza del que no quieren salir. La arroparé y le daré un beso en la frente. Mañana será otro día. ¿Quién sabe?
Cascar un huevo, cascarse por dentro.
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