Llevaba unos cuantos días con el ánimo entre excitado y agotado porque, después de meses preparando mi salida de mi trabajo, había llegado el día. Después de vivir en un estado permanente de alerta durante tanto tiempo, por fin había llegado la hora de soltar la bomba, decir adiós y seguir adelante. Y esa mañana, la de la bomba, mientras me tomaba el primer café de la mañana, ordenando el pensamiento sobre el modo en que iba a montar mi propio Nagasaki, me vino a la cabeza el primer día que llegué. El tiempo pasa tan rápido que los trienios, los quinquenios, se sumaron para quemar las ganas y ahora, ya con los pies fuera, la sensación es extraña y los recuerdos raros. Y ahí, entre sensaciones un tanto extrañas, contradictorias, ordeno, de nuevo, parte de una vida que está más próxima a terminar que otra cosa. Y ahí, empaquetando los recuerdos de años de trabajo y dedicación, me doy de bruces con Elizabeth Loftus, las falsas memorias y la creación fantástica de recuerdos de cosas que jamás han existido y que creemos que sucedieron a pies juntillas. Nuestro cerebro es una máquina caprichosa, capaz de modificar, enterrar o crear recuerdos de una manera artificiosa, pero tan aparentemente real que asusta.
Por eso, mientras dejaba que Nagasaki se convirtiera en un erial ungido de sorpresa y estupefacción, en mi cabeza se mecía una película de amor en mitad de la Castellana, mientras por ahí, entre cajas de cartón y memorias USB, explotaba la doceava bomba de protones y la Loftus pudiendo confirmar sus teorías.

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