El día que se inventó el WhatsApp la humanidad aceleró su carrera hacia la
nada ampulosa y estúpida. No todo se puede decir por un aplicativo, o sí, ya no
sé. Ahora las malas noticias pueden escribirse desde donde sea y, de la misma
manera, recibirse mientras estás sentado en la taza del WC. Con las buenas
puede pasar lo mismo pero, por lo general, para las buenas nuevas, la gente
prefiere levantar el teléfono o citarte y de esa manera alegrarse doblemente.
Mantengo una extraña relación con la aplicación en la que tengo bloqueada a casi
toda la agenda, aplicando un explícito “contigo no bicho”, sin importar el
género del titular del número bloqueado. Y vivo bien, sin sobresaltos, sobre
todo cuando voy al baño.
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Un día te levantas. Todo normal, y como el que no quiere la cosa, te
enamoras. Y ese estado, anómalo y trastornado, te penetra como una bala hasta
lo más profundo de la cabeza y se instala allí para hacer de las suyas. Y, de
golpe y porrazo, la vida se pone patas arriba, pero te da igual porque tienes
la hormona loca, y nada es importante, salvo esa locura en la que andas
flotando, porque la luz es otra, y todo queda cubierto por la pátina viscosa
que deja el enamoramiento sobre todo lo que toca. Y te da igual, los cuarenta,
los cincuenta, los sesenta, porque la chispa, que solo alimentas tú, te saca de
tu insignificancia mientras sabes que, en realidad, la estás cagando.

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