Bolinaga no se
muere, y ya es extraño. Y digo extraño porque un cáncer de riñón con metástasis
al cerebro, llevado en danza desde el año 2005, a cualquier otro, que no
estuviera podrido de antemano como sin duda lo está este tipo, la enfermedad se
lo habría llevado por delante hace meses, años incluso.
No tengo intención
de debatir sobre la “bondad” de la resolución que lo puso en la calle y lo
mandó a casa después de asesinar todo lo que pudo, a secuestrar (532 días a Ortega Lara), a extorsionar y que dedicó gran parte de su vida a
sembrar el terror allí por donde su sucio cuerpo pasaba. Ciento setenta años de cárcel son años para pudrirse en ella, pero no siempre suficientes.
Tampoco voy a polemizar sobre los informes
médicos, no, ni todas esas cosas que ahora se dicen por ahí. Todo eso, en este momento, me da igual, un
asesino anda dando paseos por su pueblo, esperando a base de xacoli que la
parca llame a su puerta. Me encuentro perpleja.
Es precisamente
esta perplejidad la que me tiene aquí, pegada a las teclas. Hay que ver lo
mucho que duran los que no tienen más que mal en sus entrañas, y eso es lo que
me sorprende, lo que me trae a estas líneas.
¿Quién no tiene un familiar, un amigo, una persona querida a la que el
cáncer la tumbó antes de que le diera tiempo a completar aquella lista de
buenos propósitos que una noche de fin de año
se entretuvo en rellenar? Yo tengo varios, alguno tan querido que
imaginarme la vida sin él, con un futuro
que llevar adelante sin volver a besarle, a tocarle, me llevo a perder la fe en nada. Los 28 años
es muy mala edad para morir.
La naturaleza no es
tan sabia. Hay seres humanos (solo humanos porque los parió una mujer con
dolor) que nacen con un trozo de carbón, tosco y sucio, incrustado en la cabeza
y en el corazón, y debe ser por
eso también que a la naturaleza le es difícil terminar con ellos después de haberlos vomitado al mundo. Tan difícil como que
sea un trozo de cristal el que acabe esquirlando un alótropo de carbono.