En situaciones catastróficas afloran
las buenas y las malas personas. Están los que no dudan en arrimar el hombro,
dar lo que pueden incluso lo poco que tienen, prestar ayuda, incluso cuando la
ayuda solo pueda ser prestar un hombro en le que apoyarse y llorar. Por otro
lado, están los que pretenden sacar rédito de la desgracia de los demás y enriquecerse
de un modo casi siempre altanero y vomitivo. Las inundaciones de Valencia nos
están dando ejemplo de las dos posturas. Pero será que tengo el ánimo afectado
por el tiempo y el penoso espectáculo que los políticos nos están dando en
estos días tan tristes como necesitados de cordura, cooperación y empatía. Nada
de todo eso lo encontramos más allá de los vecinos y de los voluntarios que queman
sus fuerzas por ayudar a los demás. El resto, la morralla de los que pueblan las
instituciones con sueldos de cinco cifras en adelante y la clac que les
aplauden, son una muestra de la inmoralidad y la malaventura de una sociedad
cada vez más enferma y pagada de sí misma.
Quiero quedarme con los dos chavales, los mejores amigos, que entre fango nos recuerdan que debemos estar por nuestra gente, por nuestros mayores y que no debemos rendirnos nunca. En ellos está la esperanza. En chavales que nos recuerdan lo fundamental. Cuidarnos unos a otros y, sobre todo, no rendirnos. Por estos chavales, a los que les debo el rebrote de cierta ilusión, hoy cenaré yogur y pensaré en que, mucho más cerca de lo que creemos, hay alguien a quien podemos echarle una mano y que caminando aún entre barro hay dos chavales maravillosos a los que les debemos mucho más de lo que creemos. Ellos son una lección, ellos son el futuro.