Con un metafórico toque de silbato empezó ayer noche una nueva
campaña electoral. Quince días que oiremos a unos y otros atacarse para ganar
una silla y sin que los ciudadanos sepamos, en realidad, que podemos esperar de
esos unos y de esos otros. Porque nuestro políticos se han acostumbrado a
vender humo durante en los actos electorales sin que importe demasiado lo que
va a ocurrir mañana. Son promesas que saben que no van a poder cumplir y que
incluso, en no pocos casos, no van a querer cumplir. Se intentan golpes de
efecto cuya efectividad se transforman en volutas de humo que diluyen en el
primer Pleno, o en la primera sesión en la que intervienen. Quince días en los que los de a pie pasan porque la mayoría de
veces no va con ellos. Los programas electorales importan poco. Se vota por ideología y el
voto útil es algo de lo que se habla pero por el que nadie arriesga.
Nos
esperan quince días de novios que nos pretenden y de los que nos dan ganas de
salir corriendo. Y como colofón, para coronar los quince días de carreras hacía
la nada, una jornada de reflexión, como si el resto del tiempo los ciudadanos
no pensáramos y no hubiéramos sido capaces de configurar una idea sobre lo que
vemos, sobre lo que tocamos y sobre lo que nos venden. Una jornada de reflexión
que electoralmente no sirve para nada pero que al menos nos concede la tregua
del silencio de los que durante quince días vociferan pensando más en su pan
que en el del resto de sus vecinos.
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