Esperé su nota como cada día. Me fui a la cocina, preparé un
café y me puse a ordenar el cajón de los cubiertos. Coloqué las cucharillas de
café sobre las de postre. Parecían todas iguales pero un pequeño gravado en la
empuñadura las diferenciaba unas de otras.
Y las ordené en pequeñas montañas que quemaban el minutero a medida que las
iba amontonando. Las pequeñas encima, las grandes debajo. Seguí con los tenedores hasta que el orden
melancólico de las pequeñas cosas se volatilizó y el tiempo muerto quedó
sepultado bajo una cubertería barata de Ikea. Me acerqué al ordenador,
refresqué el correo y me quedé esperando, con el pensamiento perdido en el
cajón de los cubiertos, hasta que la pantalla se volvió negra.
Bueno, sí.
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