Quedamos pronto para desayunar en un local del centro. No recuerdo el nombre. Tenía unas especialidades francesas entre las que destacaba un bollo relleno de chocolate cubierto por un azúcar glaseado al aroma de frambuesas bretonas. Intenté decidir lo que quería tomar pero, aunque todo tenía un aspecto delicioso, al final opté por un café solo con un poco de agua mineral. Nos entregaron la comanda en el mismo mostrador. Pagamos una cantidad exorbitada que solo se justificaba por la posibilidad de sentarse en una terraza vacía sobre la bahía. Nadie parecía llevar prisa. Tampoco nosotros. Intentamos retomar la conversación interrumpida pero el tiempo, que se desliza sin apenas hacer ruido, nos la había hecho olvidar. Bebí un poco y me quemé la lengua. Respiré hondo y seguimos callados, esperando que algo, que no sabíamos bien lo que era, fluyera sin esforzarnos demasiado. No hizo falta correr. Remontamos contracorriente.
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