La decisión sobre la edad que marca la
falta de responsabilidad penal por la comisión de un delito no es más que una
decisión política criminal. En este país está fijada en los catorce años de
edad. Sin embargo, desde un punto de vista social, incluso ético y moral, esas limitaciones
no encuentran fácil acomodo porque un menor, aun sin alcanzar la
mínima edad establecida para reclamar su responsabilidad, el alcance de los
hechos que comete activa, incluso pasivamente. Los niños saben distinguir lo
que está bien de lo que está mal.
A menudo, de discute sobre qué edad es
adecuada para el reconocimiento de determinados derechos. Y se discute mucho
sobre todo ello. Pero se discute muy poco, prácticamente nada, sobre las
obligaciones que esos mismos menores de edad, no siempre niños, pueden tener.
Se olvida con frecuencia que los derechos deben ir parejos a las obligaciones y
que el discurso perverso que ensalza unos y soslaya la existencia de las otras,
es perverso y aboca a la sociedad al fracaso. Las muestras las tenemos ya sobre
la mesa. Educar de una manera cívica debe partir del reconocimiento de ambas
cuestiones: los derechos y las obligaciones que son, en definitiva, las dos
caras de la misma moneda. Pero vivimos en unos tiempos de una constante
reivindicación del derecho y de la huida de la obligación y este panorama lo
estamos trasladando a los más jóvenes.
Tengo muchas dudas sobre la edad a partir
de la cual una persona no necesita ser asistida, acompañada, incluso en algunos
casos, tutelada en la toma de decisiones o en el ejercicio de sus derechos. Hay
decisiones que una vez tomadas no tienen vuelta atrás y sus consecuencias, para
bien o para mal, acompañarán durante largo tiempo y condicionarán de una manera
fundamental el futuro de aquella persona sobre la que recae incluso sobre su
propio entorno. En el mismo tablero de la duda, coloco la cuestión de la
responsabilidad, incluso penal, de los menores. Son demasiadas dudas que
precisan de un debate honesto y en profundidad para cambiar el paradigma
actual. Puede que el primer paso para un cambio verdaderamente fundamenta,
esté en comprender que una sociedad fracasa cuando no se cuestiona la
idoneidad de un sistema que se ha mostrado nefasto en la salvaguarda de la
educación y valores sus jóvenes; que fracasa cuando da por buenos
comportamientos inaceptables pero que se admiten en función del color político
que se posiciona junto a ellos. Como sociedad somos un mojón y, hoy por
hoy, no hay visos de que la cosa vaya a mejorar.
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