I.- Guardo para mi algunas cosas
que he dejado de decir en voz alta porque me irritan las discusiones que tienen
su fundamento en el hígado. Discusiones que carecen de la más mínima motivación, de sentido común.
Opiniones puede haber mil y la posibilidad de cambiar de posición debería ser
algo encomiable cuando es producto de la reflexión, del pensamiento crítico y después
de conocer otras realidades, de intentar saber de lo que se habla y de escuchar
a los que de verdad saben. He tirado la toalla porque el enfrentamiento
continuo e irracional me agota y me pone de mal humor. Cultivo hacia dentro y
solo cuando, por sorpresa, aparece el momento y lugar adecuado dejo que la
opinión fluya y se nutra. Opinar contracorriente en un mar de
bazofia y enfrentamiento gratuito exige templanza y una buena dosis de antiácidos.
II.- La muerte de un niño siempre
es una desgracia. Pero cuando ese niño muere a manos de alguno de sus progenitores,
da igual si es asesinado por su padre o por su madre, la atrocidad ya es inmensa,
inasumible. Los filicidios por venganza no son patrimonio de nadie. Vivimos en
tiempos en los que se acuñan expresiones que pretenden graduar la desgracia, en más o en menos, en función del autor de la misma. Aceptar
con naturalidad, y sin el más mínimo asomo de bochorno, el concepto de violencia vicaria es aplaudir la tremenda barbaridad de considerar que la víctima principal y directa del hecho
brutal, el niño o la niña muerta a manos de su padre o de su madre, no merece ni la misma consideración,
ni la misma repulsa en función de en manos de quien muere. Aceptar que las consecuencias brutales que para un padre o
una madre significa tener que asumir la muerte violenta de su hijo a manos de
aquel con quien lo engendro, es una monstruosidad ideológica con tremendas
consecuencias cuando esos sesgos llegan a la ley. Y llegar ya han llegado. Porque la cosa no va ni de machismo,
ni de feminismo, sino de adultos que creyéndose mejor que el otro, decidieron que
su propio hijo valía tan poco que merecía ser utilizado para, quitándole la vida, causarle al otro un
dolor infinito. Porque los progenitores que matan a sus
hijos, por venganza, por despecho, jamás los quisieron. Las cosas son así.
III.-
Acabé de leer “La gula” de Asako Yuzuki volviendo de Madrid. En el
subconsciente se me grabó el olor de la mantequilla y la idea de que hace falta
muy poco para que la vida se descoloque y que el rumbo se pierda sin apenas
hacer nada. Queda como secuela, que remitirá en breve, la recurrente visita a
la nevera del refrigerado en busca de la margarina que Manako Kajii desprecia tanto como los otros registran
su propia irrelevancia.
IV.- Espero ansiosa que vuelva a escribir como dios manda, que no sé muy bien cómo es eso, pero que tiene algo con ver con leerle y quedarse un tanto colgada de lo leído.
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