Mientras nos tomamos el primer café
de la mañana, me explica que el fin de semana estuvo en una gran superficie y que
la mayor parte del presupuesto se lo llevó la compra de granizados, helados y
latas de cerveza al 0%. Cosa del calor, la desgana y de andar de Rodríguez
desde la verbena de San Juan. Sus niños, que ya no son lo son tanto, han
desaparecido del hogar y andan haciendo el penco por ahí, que es lo que toca hasta
que un día, sin saber muy bien cómo, las obligaciones llaman a la puerta y el
pago del impuesto sobre la renta, en pleno veranito, te recuerda que eres un
mortal adulto de mediopelo. Pero ahora toca lo que toca y olvidarse de tener que
llenar la nevera para centrarse solo en el congelador, es una opción nada desdeñable.
Le entiendo. El verano se creó para dar vidilla y resucitar a los helados, a las jarras
de cerveza congeladas, y a los cubitos de hielo enormes como el peñón de
Gibraltar. El edén veraniego es eso y poco más.
Un verano de esperanza y
satisfacción es un congelador libre de carne y pescado. Casi he tenido envidia,
pero no. El calor insano y matador de la humedad asfixiante de esta ciudad y el
ahorro energético al que nos tienen sometidos sin el aire acondicionado, me
llevo a pensar que el paraíso no es vivir lamiendo cornetes y chupeteando helados,
aunque sean de vainilla, ni siquiera bebiendo cerveza en jarras bien frías. No.
El paraíso es una sillita de playa apostada en el pasillo de los congelados de
una gran superficie al socaire del aire fresco que fluye entre la nevera de la
verdura congelada y tu cuerpo serrano, al que abrigas con una rebequita de
punto, no vaya a ser que te constipes.
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