Dos personas viven los mismos hechos, pero los recuerdos, más allá de lo meramente tangible, son de un particular absoluto. Los sentimientos que nos provocan, los hechos y las circunstancias que cada uno de nosotros vivimos, son bien distintos, aunque sean los mismos. Y puede que todo eso que se despierta en otro nos sea irreconocible, incluso incomprensible. Vivimos lo mismo, sentimos distinto. Cuando recordamos, y volvemos a pasar las cosas por nuestro corazón (etimológicamente eso es lo que significa "recordar"), puede que algo se nos remueva por dentro, o puede que ese recuerdo yo no signifique nada y haya perdido el lustre que durante algún tiempo tuvo. El tiempo alisa las aristas, redondea el recuerdo y lo moldea, alejándolo, a veces, de lo que fue la realidad vivida. Y aunque recordar es volver al pasado, ese regreso poco tiene que ver con lo que fue, porque aunque podemos componerlo de nuevo, trayendo a la cabeza la información que retuvimos en el pasado, con toda seguridad, no será lo mismo.
Para los que no entendemos nada de sinapsis, ni de procesos neuronales, la promiscua generación de recuerdos nos parece magia y termina por interesarnos muy poco la cuestión biológica pero somos conscientes, a nuestro propio pesar, que la vida cambia, las percepciones también. Podemos asomarnos a los hechos del ayer de una manera serena y contenida, pero la primigenia emoción, queda grabada para siempre y el cambio es menudo, sutil. Lo que no alegró el día nos devuelve la sonrisa; lo que nos entristeció, dejó un poso de melancolía que aún hoy nos curva los labios, inevitablemente. Es el modo en el que sentimos y como seo nos transforma lo que también nos convierten en seres únicos y especiales.
En todas estas cosas pensé después de ver la película “La casa”, de Alex Montoya. Los recuerdos de una familia que remueve, desde lo íntimo y personal, el interior de lo que algunos ya somos. Creo que es, con diferencia, una de las mejores películas que he visto en los últimos tiempos. Ahí lo dejo.
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