La falta de puntualidad es una plaga. Da igual el sector del que se hable. En este sentido, todo funciona catastroficamente y sin que nadie se sonroje por ello. Consigues una cita (para lo que sea), te asignan una hora, (la que sea, pese a que a ti te venga fatal), y olvídate de hacer planes porque aunque tienes una hora agendada, incluso una franja horaria para más inri, puedes tener la completa seguridad que no se hará en hora porque ese tiempo que sigue a la hora concertada ya ha sido secuestrado por la mala costumbre de este país de no valorar el tiempo de los demás. Da igual que se trate de una visita médica, que de una gestión ante la administración; que la celebración de un juicio; que la reserva para la entrega de paquetería, o de que el técnico tenga que venir para reparar cualquier cosa urgente. Da igual, nunca será a la hora indicada y puedes dar por anquiliada tu propia agenda porque estarás al albur de la voluntad (buena o mala), del que te tenga que atende y de su regulera gestión del tiempo. No es algo anecdótico, ni accidental, es la instaurada mala costumbre de este país. Si nos dieran un par de euros por cada hora que perdemos en esperas innecesarias, los ciudadanos de este país seríamos multimillonarios. Producto de la desesperación por las dos horas de espera que llevo, hago una broma fácil mientras me cisco en la mala organización, en la informalidad del personal y en la continuada falta de respeto por el tiempo de los demás. Mientras, sigo esperando.
miércoles, 30 de abril de 2025
lunes, 21 de abril de 2025
MOCO DE PAVO
Pasas
meses esperando que lleguen las vacaciones, las que sean, y cuando te quieres
dar cuenta no solo ya están aquí, sino que ya han terminado y apenas queda
rastro de toda aquella ilusión que tenías porque, ¡Por fin!, ibas a tener
tiempo para dormir un poco más; leer un poco más; cocinar un poco más,
dedicarte un poco más tiempo a los tuyos, a ti y a tu persona, esa que se cansa
de que todo sea solo «un poco más». Todo borrado de un solo ¡puf!, y todo zanjado
en un “solo un poquitito más”. Pero no me quejo, o sí. Pero la verdad es que
estos días en casa no han estado nada mal. «Ben-Hur» en el cine y redescubrir que
el televisor es el medio menos adecuado para ver según qué películas. Empanadas
de patata y atún siguiendo la receta de un blog de recetas polacas, que
acabo tuneando porque, aunque esto es la Polonia chica, me faltan la mitad de
las cosas. Acabo «Golpe magistral» de Jessica Anthony para compensar lo
pretencioso y malicioso que me pareció el «Podrías hacer de esto algo bonito»
de Maggie Smith que termine hace unos días. La culpa siempre es del otro, también en este caso. Y finalmente,
para cerrar el festivo que se acaba mucho más pronto que lo que llega, pongo a un volumen razonable, un
concierto de Abdulla Ibrahim que me provoca ligeros desmayos entre la
cocina y el salón, mientras apuro un vermut que me han preparado con mucho
gusto.
Mañana
vuelve la vorágine y el vivir mi vida y parte de la de otros con demasiada prisa, algo que cada vez
me gusta menos, pero de lo que no estoy a tiempo de apearme. Y mañana, también,
vuelve el espejismo de que los cuarenta minutos de transporte público hasta el
trabajo que son los que marcan la banda sonora del día y que, con suerte y si
la batería lo permite, será el anticipo de lo que escucharé en el camino de
vuelta, mientras intento borrar el poso, a veces nada bonito, que nos deja esa
vida de otros.
Intento estirar este último festivo lo máximo que puedo mientras escucho que ha fallecido el Papa Francisco. Modifico la lista de reproducción que llevo en el teléfono y le sumo el «Don't you, forget about me» de toda la vida de Dios. Con suerte, la tararearé no menos de diez o doce veces durante los próximos días. Mientras, iremos sobreviviendo y el camarlengo, o quien sea, nos irá informando de cómo se sucede la cosa vaticana que no es moco de pavo.
Intento estirar este último festivo lo máximo que puedo mientras escucho que ha fallecido el Papa Francisco. Modifico la lista de reproducción que llevo en el teléfono y le sumo el «Don't you, forget about me» de toda la vida de Dios. Con suerte, la tararearé no menos de diez o doce veces durante los próximos días. Mientras, iremos sobreviviendo y el camarlengo, o quien sea, nos irá informando de cómo se sucede la cosa vaticana que no es moco de pavo.
lunes, 14 de abril de 2025
SAHARIANA
Existe una norma no escrita según la cual días previos a un puente largo, o a unas vacaciones cortas, la vida se transforma. Durante esos días previos, solo caben dos maneras de funcionar. La primera, como si se acabara el mundo y no hubiera que dejar cabo suelto; la segunda, soltando cuerda y dejando que la vida se inunde de una calma rayana a la quietud absoluta, porque nada va a levantar el desastre ya consumado. Estoy en el grupo dos, el de los realistas
Anoche murió Mario Vargas Llosa. No va a ser el único que lo haga hoy, ni mañana, ni pasado. La diferencia con los demás es que su desaparición física no es su final. Siguen sus libros, siguen sus escritos y eso, ¡Válgame Dios!, es una suerte nada desdeñable para los suyos y para nosotros también.
Es Lunes Santo, la mesa cruje de espanto y el cuerpo responde a medio gas.
Leo a algunos escribiendo sobre esto y aquello; sobre Vargas Llosa y sobre la muerte; sobre el fin de las cosas que desaparecieron hace ya demasiado y sobre Isabel Presley. Somos así. Guardo para mí un recuerdo tan simple como personal que me lleva al escritor y, por un momento, mientras leo sus obituarios, vuelvo a un verano achicharrante de una humedad desmedida en las que mi padre, recostado en un banco con respaldo de rejilla, leía "Pantaleón y las visitadoras", sin hacernos ni caso. Mis hermanas mayores cuchicheaban que igual aquel Pantaleón sobre el que leía papá, y que yo no llegaba ni a descifrar, tenía algo que ver con el milagro de la sangre del que la abuela hablaba a veces. Quedó para siempre la anécdota del santo de la abuela y el libro de papá de la que se desternillaba cuando ya apenas le quedaba un aliento de vida. Aún hoy, tantos años después de su muerte, Pantaleón sigue en su biblioteca.
Hoy es el día de grandes discursos, de las loas y de las críticas mal intencionadas. Sin embargo, esta mañana de abril, en mi cabeza que anda al ralentí, solo cabe el recuerdo de un verano de humedad extrema, de sahariana pegada a la espalda y de un libro reposando sobre el banco del patio. Hoy, pese a todo, solo cabe en mí la singular imagen de mi padre aún joven, sentado en su silla de rafia, esperando, ahora ya con la bondad de la primavera, a que llegue Don Mario.
domingo, 13 de abril de 2025
NO WAY OUT
Ha llegado a las cuatro de la madrugada como si mañana no existiera. No me importa demasiado, salvo por el hecho de que no haya cerrado bien la puerta y se nos cuele el loco del rellano; o porque se haya dejado los zapatos en mitad del salón y mañana, a oscuras, tropiece mientras camino torpemente mientras voy a por el primer café del día; o que, en un ataque desmedido de gula, se haya comido los macarrones que dejé preparados para llevarme al trabajo. Oigo como se cierra la puerta de su dormitorio. No le ha dado tiempo a vandalizar el frigorífico. Los macarrones, de momento, están a salvo, creo. No añoro nada el salir o sí, pero no soy capaz de encontrarle la gracia a estas horas. Pero yo no soy ella, y por suerte, para ella, ella no soy yo, y aún le queda mucha mecha para quemar, muchos gin-tonics que digerir, mucha vitamina C a la que recurrir. Ronca un poco, ella dirá que respira fuerte y yo más tranquila. Ha caído como un tronco. Esa es una de las gracias que va desapareciendo con los años.
Cierro los ojos e intento conciliar el sueño de nuevo. Quedan unas cuantas horas hasta que suene el
despertador. Pero no puede dormir y me entran unas ganas feroces de ir al baño.
El hacerse mayor idiotiza la vejiga. Me levanto y el espejo de la esquina me
devuelve el reflejo de una mujer añosa con un pijama arrugado como la piel de
un mamut. Con esa pinta solo se puede ir al baño, o a la muerte, o para dar
rienda suelta a las paranoias que se multiplican por mil a la que una se descuida.
Así que salgo de la habitación, doy otra vuelta a la llave de la puerta.
Sus zapatillas presiden el salón y de una patada los envío al rincón junto a la
cama del perro, y me voy a comprobar si los macarrones siguen en su sitio. Y ahí
están, en la nevera, en su túper inmaculado. Respiro y vuelvo
sobre mis pasos para meterme en la cama otra vez y empezar a contar ovejas para dormirme
más pronto que tarde. Pero no sirve de mucho, con el dormitorio convertido en
un establo imaginario, intento no entrar en pánico pensando en el lunes que me
espera si no consigo dormirme de nuevo y en la agenda que, desde el viernes, está en
modo “en espera” con ganas de acabar conmigo. No hay consuelo, solo macarrones para las 14:00 y una vejiga que aprieta de nuevo.
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