El mundo ha cambiado. A través de las redes llegamos a contenidos a los que sería dificultoso acceder de otra manera y, como no, conocemos a gente o, creemos conocerla. Las redes sociales son en sí mismas una prolongación de nuestra propia vida solo que, en ocasiones, ligeramente adulterada, pues muchas de las cosas que pasan a través de ellas se magnifican para lo bueno, pero también para lo malo. Y en esa amalgama de personas e ideologías que se mezclan en algo tan etéreo como lo es lo cibernético, cabe de todo.
Aprender a relacionarse a través de internet debería ser obligatorio en un mundo que tiene a relegar el contacto personal, las conversaciones de viva voz, en favor de mensajes, videos, fotos que construimos como queremos. Hace unos días, hablando con el adolescente que tengo usucapido, llegué a la conclusión que su mundo es muy distinto del mío. Sus necesidades comunicativas son otras. Su manera de relacionarse, su manera de mostrarse a los demás, también. Hablamos de la necesidad de hacer una sobreexposición de lo propio, sobre lo que es real y lo que es una fantasía con la que a veces preferimos convivir porque convierte nuestra existencia en otra cosa. Sobre si esos “amigos”, desconocidos en lo real, contabilizan o puntúan cero en la bolsa de valores que es la amistad. En mi opinión algunos cuentan mucho, otros no cuentan nada. En su opinión, casi lo mismo, pero no.
Acabamos la conversación, frente a frente, con el convencimiento de que estamos viviendo en momentos muy distintos, pero con la certeza de que el calor de un abrazo solo se siente cuando estás entre los brazos del otro. En esto último, sin dudarlo ni un segundo, estuvimos de acuerdo.