lunes, 14 de julio de 2025

SHANGAI



Son las seis de la mañana y la humedad es terrible. Me espera una jornada de triple salto mortal y tirabuzón. Empaqueto al adolescente (¿A qué edad se pasa esa especie de patología rara y, por suerte, transitoria?); sin problemas en el embarque, paso el relevo. Siguiente. Medicación bien; tensión regular; nota pegada en el frigorífico con lo que tiene que tomar a mediodía y un “luego te veo” con beso en la frente. Siguiente. Mire doctor, de verdad que la sordera no es selectiva. Antes sí, ahora no. Volveré en seis meses, gracias. Siguiente. Entre el sudor que ha decidido liberarse de mi cuerpo mundano, camino por la Diagonal en busca de un café con hielo como premio de consolación. Los hielos son diminutos y Leyva lloriquea en tecnicolor en una pantalla gigante. ¡Menuda alegría! Busco en la agenda del teléfono el nombre apropiado para darle la turra. La parte de mi cerebro, que aún funciona, repite que no son horas. Son las ocho y media. Sudada y cargada, me acoplo en el oído el aparato que me costó un pastizal y ni siquiera es la panacea.
Suena el móvil. Mientras descuelgo me entran unas ganas atroces de contestar con un "mira que yo soy capaz de hacer lo que me propongas, incluso largarnos a Shangai con lo puesto". Aún no son las nueve y media.



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