Hace casi un año me apunté a clases de tango. Desde entonces, todos los viernes, a la caída de la tarde, me calzo unos altísimos zapatos de tacón y, durante algo más de hora y media, marco pasos, doblo, redondeo ochos y vuelvo a empezar. Es un impulso, una atracción fatal hacia todo lo que huele a Argentina, a los psicoanalistas, las milongas, el tango, el mate y los alfajores.
Un buen montón de tópicos apuntalados a base de café, de alucinar con Soledad Villamil, de cenas de entraña y vacio, de milongas y tangos en noches inacabables, con esperas inexplicables y helado de dulce de leche para atemperar males invisibles.
Aprendí a bailar el tango para olvidar y sigo aprendiendo para seguir olvidando.
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