"Este año de 1963 oí el primer canto del ruiseñor en la noche del domingo día 21 de abril,
pocos minutos antes de las doce, exactamente.
En estas cosas tan importantes, hay que precisar, y el Times de Londres,
que es un diario especializado, entre muchas otras cosas,
en dar la primera noticia de haberse oído por primera vez el canto del ruiseñor
en una u otra parte de Inglaterra, da siempre la hora del maravilloso acontecimiento".
La puerta principal daba al callejón y al fondo,
los días que la niebla lo permitía, aun se podía ver un trozo de mar. El barrio
ya no era lo que fue, los turistas lo habían invadido convirtiendo a los
vecinos de siempre en una minoría que quedó relegada los cuatro comercios y
los pocos bares que subsistían a la modernidad. El ruido de los vasos que golpean las barras de aluminio, que
perdieron el brillo a fuerza de bayeta con lejía, y el olor del salitre mezclado
con el aroma rancio del vino que ahoga las penas de las faenas que agrietan las
manos, se perdían calle arriba, adoptando una forma de vida incorpórea que se
resiste a morir.
En ocasiones, como si
la nostalgia del Atlántico se asomara entre el empedrado, algunos decían escuchar
las notas de un acordeón. Pero ya no quedaba nada de aquello, era solo la melancolía de la lonja y de las redes secas, un
momento de fisura, una especie felicidad desesperada que imaginan, aún hoy, los viejos del
lugar.
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