Ahora leo; pero es como si escuchara.
Porque podría leer todo esto con los ojos cerrados y la boca abierta.
Leer con los dientes masticando la arena que se mete por la boca abierta
y tragando el recuerdo exacto de las palabras que es tanto más preciso.
Quisiera poder decir que la mayor
parte de las cosas que nos pasan por el camino son la constatación de nuestra
propia trascendencia, pero la verdad es que no es así. La mayoría de las que nos
ocurren sirven para más bien poco y son absolutamente insignificantes. Vivimos
rápido y digerimos sin masticar la mayor parte de los acontecimientos de nuestra
vida. Alguien me dijo que la intrascendencia es una de las mejores cualidades
de los hechos que nos pasan, “no de otra
manera podríamos vivir”, apuntó. Y puede que no le faltara razón aunque, para
una descreída en filosofías de salón, esa razón se convierta en una media
razón, o en un cuarto de razón. Me falta determinación para custodiar la idea
de la intrascendencia absoluta, y aunque
la mayoría de nuestras vicisitudes son prescindibles, me cuesta desecharlas aunque
no sirvan para nada. Y debe ser por eso que acumulo un buen número de ideas
peregrinas que no sirven más que para hacer bulto en mi cabeza y entre mis
papeles. Suelo anotarlas con un trazo rápido porque con frecuencia las olvido a
la misma velocidad con la que me llegan. Reflexiones en renglones torpes que con el tiempo se
convierten en un auténtico galimatías imposible de descifrar, una especie de
cementerio imaginativo que se encumbra con alguna cita robada de aquí y de
allá. Decía Platón que la vida es un olvido de la idea. En mi caso, la idea desmadejada, disfrazada, e intrascendente, perdura en una agenda cualquiera y a veces
incluso se convierte en la curiosidad de mi vida.
Las filosofías de salón son la salsa de la vida.
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