Pase lo que pase, lo correcto es largarse.
James Joyce
Te encuentras a Fulano por la calle y parece que el tiempo
no haya pasado. Parece que todo sigue igual, incluso te atreverías a decir que
cada uno lleva el mismo abrigo que la última vez que os visteis. Pero la verdad
es otra, cada minuto es un cambio que se va confirmando aunque, para el que
tienes en frente, todo siga todo igual.
Por eso aquel día que nos encontramos frente a la puerta del Hospital Clínico
apenas pudimos apreciar nada más que alguna cana de más y cierta holgura en el
caminar. Atrás quedaba una sesión de quimioterapia y una visita a un padre
desahuciado. Cada uno con lo suyo y nada en lo común. Nos despedimos como
siempre, con la intención de no dejar pasar demasiado tiempo. Pero los dos
sabíamos que aquella despedida al uso no era más que una cortesía de salón,
acuñada a través de los años de idas y venidas. Pero estos encuentros casi
siempre tienen algo de extraño, por unos
minutos puedes imaginarte una vida distinta y entonces, sin casi querer,
piensas que la quimioterapia es cosa de otro, que la demencia del padre es una
cuestión transitoria y que volverá a conocer en cuanto cruce el umbral.
Pero llegas dos esquinas más allá, y colocas la mano sobre la cadera y sabes
que ese dolorcillo que ya no te abandona nunca no es cosa de un otoño tonto,
sino de la vida a veces un tanto perra,
esa que otros no ven porque la llevas por dentro. Y sigues caminando, pensando que quizá otro
día, cuando te encuentres con Fulano o con Zutano, reconocerás el abrigo una
vez más y por un segundo cabrá la posibilidad de que todo sea distinto, aunque
de antemano sepas que solo tendrás que esperar a llegar a la siguiente esquina
para que todo vuelva a ser lo que es.
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