Y entonces llegó el día en que Addie Moore pasó a visitar a Louis Water. Fue un atardecer de mayo justo antes de que oscureciera.
Nosotros en la noche - Kent Haruf-
Intenté localizar en un plano que
recogí en la recepción del hotel la calle en la que habíamos quedado. Era mi
primera vez en aquella ciudad y, aparte de los edificios que conocía de memoria
a base de ver películas, no reconocía absolutamente nada. Las construcciones me
parecían todos iguales, inmensas, infinitas. Las bocacalles anunciaban una
correspondencia de números con un orden indescifrable. Había llegado hacía dos días y no conseguía orientarme, eso me desesperaba mucho pero debía escoger entre ser
tenaz o tirarme al río y ahogarme frente a la Estatua de la Libertad. Pero la
opción no era real y lo sabía. No siempre se consigue cruzar el mundo para conocer
al objeto de tus plegarias y deseos. Quizá hubiera sido un golpe de suerte, de
buena suerte. El caso es que estaba ahí, bajo doce
capas de ropa para evitar el frío, con la incertidumbre por montera. Bajé al
metro y me acordé de mi madre, de mi padre y de toda mi familia mientras esperaba
que todo fuera bien. Conté dieciséis paradas, cruce los dedos dentro de los bolsillos de mi
chaqueta y me sujete con fuerza en el escaso espacio que encontré entre una mujer negra enorme y un judío ortodoxo. Y tú, tan de Madrid, tan cosmopolita, no eras
más que una criatura diminuta en medio de la humanidad al completo, pensé.
Bajé y caminé cuatro manzanas
hasta encontrar el café en el que debía presentarme. Había conseguido una beca
para trabajar durante seis meses a las órdenes de aquella persona a la que
llevaba media vida admirando mientras aspiraba, entre renglones torcidos y lecturas
ansiosas, a parecerme, mínimamente, a la imagen
que me había forjado a través de sus entrevistas, de sus libros, ¿qué se yo? Supongo que ese fue el primer
gran error, nadie es lo que uno espera que sea. Pero eso lo sé ahora, entonces
solo aspiraba a conseguir que me aceptara para seguirla por todas partes y conseguir,
aunque solo fuera por capilaridad, que mi cabeza se ordenara y pudiera expulsar
las miles de historias fantásticas que yo creía que existían dentro de mí y que quería que sobrevivieran impresas en papel. A veces nos
creemos mejor de lo que en realidad somos, pero eso tampoco lo sabía entonces y
llevaba, clavado hasta el fondo, el pecado de la juventud.
Entré en el café y allí estaba, en
una mesa junto a una ventana, con un cigarrillo entre las manos, las gafas
cabalgando sobre el pecho y el periódico desplegado sin dejar espacio para nada
más. Esperaba encontrarla escribiendo,
pero no fue así. Me habían avisado de que no intentara impresionarla, que fuera
lo más natural posible. Dudé, no sabía cómo presentarme y mientras buscaba en
mi cabeza cómo dar el primer paso, levantó la vista y ahí estaba yo, sin haber
resuelto si lo adecuado era abordarla o esperar que ella iniciara la
conversación con el pasmarote en que me había convertido.
La entrevista duró apenas media
hora. Me preguntó de dónde venía, el motivo por el que quería trabajar para ella, que había leído, qué había hecho hasta entonces y me aclaró que si finalmente optaba por quedarme debería sobrevivir
con la beca que me pagaba la universidad y no pedirle jamás que me adelantara
ni un solo centavo. Me citó para el día siguiente en su casa a las diez, me ordenó que
llevara unas zapatillas (los zapatos quedarían en el rellano), y mi propia comida para el mediodía. La jornada terminaría siempre a la hora de la caída del sol. Esas fueron todas las
indicaciones que recibí en aquel primer encuentro. Con las semanas aprendí que el sol poco tendría que ver, que esa hora tan indefinida dependía del
momento en el que ella decidiera bajar las
persianas de un apartamento minúsculo con vistas a la bahía.
Nos despedimos sin que hiciera el menor gesto de estrechar la mano que le tendí por pura formalidad. Salí con el corazón desbocado mientras las primeras gotas teñían el asfalto de negro. Intenté deshacer el camino y me
perdí. Di no menos de media docena de vueltas por estrechos callejones con un
intenso olor a especias y orín. Me sujete el abrigo con fuerza, doble la
esquina y me encontré frente a la bahía. El sol no se había puesto y entonces,
con toda la ingenuidad del que empieza a caminar por la vida, deseé que el sol no se
pusiera nunca durante los próximos seis meses.
Lo que uno imagina y sueña no suele ser, la mayoría de las veces, nada próximo a lo real.
ResponderEliminarUn abrazo.
Esa es una gran verdad.
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