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lunes, 10 de septiembre de 2018

MARISMAS



Jamás me comporté así de adolescente. Nunca me atreví a nada. Hice lo que debía. Y tú también lo has hecho demasiado, si me permites que te lo diga. Ojalá encuentres a alguien con iniciativa.

KENT HARUF,Nosotros en la noche 







Quisimos despedirnos en la entrada del puerto pero el tráfico lo hacía imposible. Quería evitar las despedidas dramáticas, los adioses que se extienden en el tiempo y que parecen atraparte sin salida. Le recoloqué el cuello de la camisa mientras él se miraba la punta de sus zapatos. Y así ¿ahora hasta cuándo?, me preguntó. Me dolía la cabeza y ya nos lo habíamos dicho todo, no quedaba mucho más. Hice un gesto con la cabeza que no llegó a ver porque seguía con la vista fijada en algún punto por debajo de sus rodillas. Le abracé en silencio y le olí cerrando los ojos. Solo de esa manera se pueden retener para siempre algunos aromas. Crucé la pasarela, me di la vuelta y levanté la mano en un gesto de despedida. Busqué mi butaca en una sala inmensa y me sorprendió que no hubiera demasiada gente. El ferry siempre va lleno y lo normal es viajar entre pasajeros de voces estridente que piden cambiar la butaca porque así están más cerca del baño, de su amigo o cualquier excusa.  
Me dolía la cabeza, metí la mano en la mochila y encontré una chocolatina. Estaba un poco desecha, me la  puse en la boca y dejé que se fuera deshaciendo poco a poco. Quizá fuera mi última provisión, no me quedaba dinero suelto y no sabía si la tarjeta de crédito podía hacerme servicio en aquella barcaza. Me levanté para subir a cubierta y contemplar la silueta de la costa. Ahora llegaba la hora de un hacer un inventario concreto con todo lo que con los años habíamos perdido por el camino, para descartarlo de manera definitiva y seguir. Vino a mi memoria un atardecer junto a la playa en el que Ramón, el hombre de la eterna mirada en los pies, recogía guijarros y los lanzaba levantando pequeños saltos de agua que se multiplicaban por mil mientras yo, su hermana pequeña, le aplaudía hasta que me escocían las manos. De todo eso hacía mucho tiempo. Nos habíamos perdido por el camino y ahora, tantos años después, una vez vaciada la casa familiar, ya no quedaba nada. El mundo nos reclamaba, a él el suyo y a mí el mío. Alcé la vista y apreté la bolsa contra el pecho. Vi la migración de las últimas cigüeñas. 





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domingo, 21 de enero de 2018

LA BAHIA


Y entonces llegó el día en que Addie Moore pasó a visitar a Louis Water. Fue un atardecer de mayo justo antes de que oscureciera.

Nosotros en la noche - Kent Haruf-





Intenté localizar en un plano que recogí en la recepción del hotel la calle en la que habíamos quedado. Era mi primera vez en aquella ciudad y, aparte de los edificios que conocía de memoria a base de ver películas, no reconocía absolutamente nada. Las construcciones me parecían todos iguales, inmensas, infinitas. Las bocacalles anunciaban una correspondencia de números con un orden indescifrable.  Había llegado hacía dos días y no conseguía orientarme, eso me desesperaba mucho pero debía escoger entre ser tenaz o tirarme al río y ahogarme frente a la Estatua de la Libertad. Pero la opción no era real y lo sabía. No siempre se consigue cruzar el mundo para conocer al objeto de tus plegarias y deseos. Quizá hubiera sido un golpe de suerte, de buena suerte. El caso es que estaba ahí, bajo doce capas de ropa para evitar el frío, con la incertidumbre por montera. Bajé al metro y me acordé de mi madre, de mi padre y de toda mi familia mientras esperaba que todo fuera bien. Conté dieciséis paradas, cruce los dedos dentro de los bolsillos de mi chaqueta y me sujete con fuerza en el escaso espacio que encontré entre una mujer negra enorme  y un judío ortodoxo. Y tú, tan de Madrid, tan cosmopolita, no eras más que una criatura diminuta en medio de la humanidad al completo, pensé.
Bajé y caminé cuatro manzanas hasta encontrar el café en el que debía presentarme. Había conseguido una beca para trabajar durante seis meses a las órdenes de aquella persona a la que llevaba media vida admirando mientras aspiraba, entre renglones torcidos y lecturas ansiosas, a parecerme, mínimamente, a la imagen que me había forjado a través de sus entrevistas, de sus libros, ¿qué se yo? Supongo que ese fue el primer gran error, nadie es lo que uno espera que sea. Pero eso lo sé ahora, entonces solo aspiraba a conseguir que me aceptara para seguirla por todas partes y conseguir, aunque solo fuera por capilaridad, que mi cabeza se ordenara y pudiera expulsar las miles de historias fantásticas que yo creía que existían dentro de mí y que quería que sobrevivieran impresas en papel. A veces nos creemos mejor de lo que en realidad somos, pero eso tampoco lo sabía entonces y llevaba, clavado hasta el fondo, el pecado de la juventud.
Entré en el café y allí estaba, en una mesa junto a una ventana, con un cigarrillo entre las manos, las gafas cabalgando sobre el pecho y el periódico desplegado sin dejar espacio para nada más.  Esperaba encontrarla escribiendo, pero no fue así. Me habían avisado de que no intentara impresionarla, que fuera lo más natural posible. Dudé, no sabía cómo presentarme y mientras buscaba en mi cabeza cómo dar el primer paso, levantó la vista y ahí estaba yo, sin haber resuelto si lo adecuado era abordarla o esperar que ella iniciara la conversación con el pasmarote en que me había convertido.
La entrevista duró apenas media hora. Me preguntó de dónde venía, el motivo por el que quería trabajar para ella, que había leído, qué había hecho hasta entonces y me aclaró que si finalmente optaba por quedarme debería sobrevivir con la beca que me pagaba la universidad y no pedirle jamás que me adelantara ni un solo centavo. Me citó para el día siguiente en su casa a las diez, me ordenó que llevara unas zapatillas (los zapatos quedarían en el rellano), y mi propia comida para el mediodía. La jornada terminaría siempre a la hora de la caída del sol. Esas fueron todas las indicaciones que recibí en aquel primer encuentro. Con las semanas aprendí que el sol poco tendría que ver, que esa hora tan indefinida dependía del momento en el que ella decidiera bajar las persianas de un apartamento minúsculo con vistas a la bahía. 
Nos despedimos sin que hiciera el menor gesto de estrechar la mano que le tendí por pura formalidad. Salí con el corazón desbocado mientras las primeras gotas teñían el asfalto de negro. Intenté deshacer el camino y me perdí. Di no menos de media docena de vueltas por estrechos callejones con un intenso olor a especias y orín. Me sujete el abrigo con fuerza, doble la esquina y me encontré frente a la bahía. El sol no se había puesto y entonces, con toda la ingenuidad del que empieza a caminar por la vida, deseé que el sol no se pusiera nunca durante los próximos seis meses.


domingo, 21 de mayo de 2017

COLADORES Y RECUERDOS MÍNIMOS


Supongo que es capaz de caminar sobre las aguas 
pero no de evitar que se le empape la cabeza.

Kent Haruf



Mientras espero sentada en el banco del parque que hay frente a la estación de autobuses, apurando los rayos de sol de las últimas horas de la tarde, un crío que apenas levanta un palmo del suelo se precipita desde el sillín de un balancín al suelo. Creo que aún no se han escuchado los primeros lloros cuando la madre lo levanta, le sacude la arena de las rodillas y le besa dándole consuelo. El niño se abraza y acoplado en el hombro, bajo el influjo del aroma materno, alcanza el alivio y la tranquilidad más pronto que tarde. Siempre he sido tremendamente mala para adivinar los años que tiene o deja de tener alguien, da igual los muchos o pocos años que tenga. Por eso puede que la criatura, que ya ha dejado de llorar, tenga tres o tal vez cuatro años, tan pocos que es posible que en su cabeza aun no se forje el recuerdo de este momento de amor incondicional al que podría volver cuando la vida le dé coces.
En el otro extremo, frente al tobogán, un grupo de adolescentes se revuelve entre risas hasta que el teléfono de uno de ellos suena. Se marcha corriendo entre exclamaciones brutales contra la tiranía materna. El pequeño vuelve a estar sobre el balancín, su madre no le pierde de vista y desde mi asiento le oigo reírse.

El juego de la memoria, la elaboración de los recuerdos, siempre me ha parecido algo extraordinario. El ser humano es una máquina casi perfecta. Por eso me parece una mala faena que la capacidad de recordar, aunque solo sean las cosas buenas, no exista desde el mismo momento de ver la luz y tengamos que esperar que transcurra el tiempo (dicen que tres años), para poder hacerlo. Sería fantástico poder recordar la sensación de amor incondicional y sin medida que recibimos apenas recién nacidos. Por eso en la hoja de reclamaciones, y por si alguien se la lee algún día, deberíamos anotar que queremos un cerebro sin agujero tempranos, que pudiera tener la capacidad de almacenar, desde el minuto cero, todo aquello que produce un bienestar infinito sin necesidad de contrapartida. Sería fantástico que pudiéramos almacenar estas cosas. Sería realmente fantástico.