lunes, 21 de mayo de 2018

POMPAS DE JABÓN


"En el cielo la princesa llora sobre el cuerpo del príncipe ciego. Caen dos lágrimas dentro de sus ojos y él puede ver. El rescate. Las lágrimas. Cuéntamelo otra vez. El pelo que cae de la torre. Dejo descansar el libro sobre tu pecho, en la cama".

Leer para ti -Siri Hustvedt-






Me acostaba siempre antes de que llegara a casa. A veces, cuando me había entretenido demasiado haciendo los deberes y cenado un poco más tarde, me bastaba con escuchar el ruido metálico del portal para darle un beso a la abuela, correr a mi habitación y enterrarme bajo el peso de las dos mantas que cubrían la cama. Me hacía la dormida, la cara mirando a la pared para que ni un pequeño parpadeo pudiera descubrir que cada vez que él venía a mi habitación fingía dormir. Aguantaba la respiración, contaba hasta un diez eterno y entonces, solo entonces, con el ruido de la puerta al cerrarse,  la habitación volvía a oscurecerse del todo.  Le había cogido miedo y aun no sabía bien el motivo. Le quería, o tal vez ya no, no lo sabía, solo sabía que tenía miedo y que se me entreveraba por dentro hasta volverme miedica sin reconocer a quien antes quise tanto. No me había puesto la mano encima jamás, la zapatilla era cosa de mi madre, pero quizá fue, la discusión que escuché una noche, al poco tiempo de que ella se marchara, una noche en que volvió tarde, golpeándose contra los muebles y gritando que era una puta que no merecía vivir. La abuela le susurraba que se callara, que no dijera enormidades, que era su hija. Aquel día me hice pis en la cama. Por la mañana nadie dijo nada, la abuela me había preparado un gran tazón de chocolate y dijo que íbamos a pasar el día en la Casa de Campo. Vendría mi prima Julia y mi tía Cata, y papá podría descansar. Cogimos el autobús y fuimos en silencio todo el camino. La abuela tenía el semblante sombrío y aunque me sonreía cada vez que la miraba yo sabía que algo grave estaba pasando y que mis padres estaban en el centro de todo aquello. Había pasado la noche dándole vueltas a quién se referiría papá con aquel “no merecía vivir”. No podía ser la abuela, la quería, la necesitábamos y se lo merecía todo, todo lo bueno que el mundo fuera capaz de darle. Quizá se refiriera a mí, quizá fuera yo esa puta de la que hablaba aunque y yo aún no sabía qué demonios era eso.
La vida se había vuelto complicada desde la marcha de mamá. La echaba de menos pero no se lo podía decir a nadie. Lo guardaba dentro como si de esa manera el dolor de su ausencia se pudiera dormir y desaparecer.  A papá apenas le veía desde entonces, vivía en casa pero era un extraño al que no reconocía. Un día, al volver del colegio, ya no estaba y al preguntar por ella nadie dijo nada, solo que no me preocupara. Pero ese empecé a conocer que era la preocupación. La casa estaba triste, la abuela parecía engullida por el desconcierto y las risa de y las pompas de jabón que los días de fiesta papá soplaba en el Retiro  habían desaparecido para siempre. Silencio, algún rumor seco y la lejanía de todo.
A veces, los domingos papá  comía con nosotras y entonces su mano,  grande como la de un gigante, se posaba sobre mi cabeza, como antes, me acariciaba el pelo y suspiraba como si le doliera por dentro. Al terminar el almuerzo se tumbaba en su cama y desaparecía cerrando la puerta de su dormitorio. Pero aquel domingo no comimos en casa, ni escuché como papá se lamentaba de la vida y no pude por menos que preguntar a la abuela, mientras recorríamos la Gran Vía,  quién de las dos, si ella o yo, no merecíamos vivir.
El autobús paró frente a los grandes almacenes en los que yo sabía que había trabajado mamá. La abuela miró al frente, evitando la ventana. Me apretó la mano y me dijo que no me preocupara, que todo andaba bien.  Pasamos todo el día fuera de casa, como si el descalabro que vivíamos en casa desde hacía meses no fuera más que parte de una telenovela que no nos incumbía. Disfruté mucho corriendo entre los alcornoques, comiendo una manzana glaseada que compartí con Julia y me olvidé de papá, de mamá, de la abuela, hasta de mí misma. Pero por la noche, al acostarme, el rumor de las palabras gruesas de papá  ahogadas contra su almohada, me hizo preguntarme, de nuevo, si no sería yo quien no merecía vivir.