Era todo fanfarronería, pero quién sabe si no era su convicción la responsable de que todo le saliera. Quizá sí que podías conseguir lo que quisiera si te lo trabajabas.
-Que me quieras- Merritt Tierce
Anabel
se había despedido a la francesa, llevándose una caja con unos cuantos euros
que guardábamos para emergencias. Había dejado
una nota en la que nos invitaba a morirnos de una manera poco agradable. Al leerla, nadie dijo nada. El supervisor la dobló y
se la guardó en el bolsillo. Preguntó de cuántos euros hablábamos y al
constatar que no llegaban a los cien, respiró y dijo que dejáramos la cosa tal
como estaba. Ese tal como estaba significaba que desde ese momento y hasta
cuando fuera, el teléfono lo íbamos a atender entre los cuatro desgraciados que ahí nos quedábamos, sin morirnos ni nada, solo sin Anabel y con unos pocos euros
menos. La idea me disgustaba en sobremanera pero no quedaba otra y, a poco que los
de arriba se pusieran en marcha, solo serían unos días, enviarían a alguien seguro.
El martes me senté frente a la centralita y esperé. Empezaron a entrar las llamadas
y, para matar el tedio, en cada una de ellas intentaba adivinar, por el tono de
la voz, la edad de la persona, qué estaría haciendo en el inmediato momento
anterior a la llamada, o si la pretendida urgencia no era más que una argucia
para pasar por delante de una lista de espera importante, o si mentía en la explicación que me daba. De entrada no
reconocía la voz de nadie pero, con los días y después de repetidas llamadas
requiriendo un servicio que se iba a demorar por la maldita burocracia, empecé
a reconocerlos. La señora del escape de agua en el salón; la abuelita de los
cristales de la claraboya rota; el tipo del robo con violencia que no recordaba
nada de lo que había pasado. Gente que esperaba soluciones por pago de prima.
Anotaba en el ordenador los datos que me iban dando, apretaba el “enter” y a volar. De manera
inmediata olvidaba la conversación y el aburrimiento volvía a
campar a sus anchas hasta que de nuevo sonara el teléfono. La siguiente llamada
entró como un chorro de aire fresco, no pedía nada, no tenía urgencia alguna,
solo llamaba para hablar con Anabel. Me pareció curioso y aunque le dije que
Anabel ya no trabajaba allí, podía hablar conmigo si quería. Y el caso es que
quiso y ahí estuvimos hablando de un manera interminable, mientras veía como los
pilotos rojos de la centralita se iban encendiendo, anunciando desastres domésticos
que debían ser reparados.
Al
día siguiente volví a sentarme frente al aparato, mi ofrecimiento a
hacerlo de manera permanente mientras no hubiera quien cubriera la plaza se aceptó de buen grado por todos. Fue de esa manera que empezamos a hablar, primero
de una manera desordenada y después, para evitar levantar sospechas, en horas
concertadas. Un día, después de tener puesto el “no molesten” telefónico
durante más dos horas, sin que pudiera entrara ni un solo aviso de avería, decidí que había
que dar un paso más. Las horas se me hacían cortas o largas en función de si
ese día había o no llamada. Necesitaba ponerle cara a esa voz a
la que ni siquiera había puesto nombre porque nunca lo dijo, ni yo se lo había pedido. Me di
cuenta de eso mientras pensaba en cuál sería el mejor momento para quedar y entonces se
me hizo extraño llevar dos semanas hablando con alguien del que no conocía
ni el nombre, ni nada de su vida personal, pero para el que desde hacía dos semanas me
arreglaba con especial atención, pese a saber que no le iba a ver.
A
media mañana llamó, me sorprendió porque ese día no tenía que tenía que hacerlo hasta
después de comer, pero me alegré de escuchar su voz y pensé que tal vez la
necesidad ya no solo era mía sino también por el otro lado. Charlamos durante
unos minutos, pocos porque dijo que tenía que salir. Antes de colgar le
propuse tener una cita. Vernos, reconocernos y seguir hablando sin un teléfono
de por medio. Se hizo el silencio y repetí por dos veces un “¿hola, estás ahí?”.
El silencio continuó durante unos segundos más hasta que llegó la señal de que se había cortado la
comunicación. Intenté recuperar la llamada, pero entonces caí que mi aparato
era solo una extensión de la centralita general y que desde aquí no podía recuperar nada. Continué
sentada, esperando que volviera a llamar pero no lo hizo.
Las
siguientes tres semanas continué atendiendo el teléfono, intentando que la
desazón no acabara conmigo. Las ojeras habían empezado a salir y no podía dejar
de preguntarme qué había pasado, dónde estaba el error. Empecé a imaginar mil excusas
que me permitieran especular con una explicación razonable a ese comportamiento
tan extraño. Siempre podía haber dicho que no a una posible cita. La duda me
reconcomía y convertí mi día a día en una invención de historias.
Pasé
aquel tiempo como pude y al volver de un fin de semana un tanto turbio, pedí volver a mi puesto
de trabajo y que otro se encargara de la centralita. Necesité tres semanas más
para recuperar cierta normalidad, para dejar de pensar en aquellas llamadas que
durante dos semanas fueron un aliciente. Ahora volvía a estar en mi cubículo
entre tres mamparas grises, con la foto de un perro en el lateral y, de fondo, una
ventana que cada día, sobre las seis, me entregaba una luz perezosa para
despedir la tarde.
👍
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