domingo, 6 de mayo de 2018

LA CENTRALITA



Era todo fanfarronería, pero quién sabe si no era su convicción la responsable de que todo le saliera. Quizá sí que podías conseguir lo que quisiera si te lo trabajabas.
 -Que me quieras- Merritt Tierce




Anabel se había despedido a la francesa, llevándose una caja con unos cuantos euros que guardábamos para emergencias. Había dejado una nota en la que nos invitaba a morirnos de una manera poco agradable.  Al leerla, nadie dijo nada. El supervisor la dobló y se la guardó en el bolsillo. Preguntó de cuántos euros hablábamos y al constatar que no llegaban a los cien, respiró y dijo que dejáramos la cosa tal como estaba. Ese tal como estaba significaba que desde ese momento y hasta cuando fuera, el teléfono lo íbamos a atender entre los cuatro desgraciados que ahí nos quedábamos, sin morirnos ni nada, solo sin Anabel y con unos pocos euros menos. La idea me disgustaba en sobremanera pero no quedaba otra y, a poco que los de arriba se pusieran en marcha, solo serían unos días, enviarían a alguien seguro.
El martes me senté frente a la centralita y esperé. Empezaron a entrar las llamadas y, para matar el tedio, en cada una de ellas intentaba adivinar, por el tono de la voz, la edad de la persona, qué estaría haciendo en el inmediato momento anterior a la llamada, o si la pretendida urgencia no era más que una argucia para pasar por delante de una lista de espera importante, o si mentía en la explicación que me daba. De entrada no reconocía la voz de nadie pero, con los días y después de repetidas llamadas requiriendo un servicio que se iba a demorar por la maldita burocracia, empecé a reconocerlos. La señora del escape de agua en el salón; la abuelita de los cristales de la claraboya rota; el tipo del robo con violencia que no recordaba nada de lo que había pasado. Gente que esperaba soluciones por pago de prima.
Anotaba en el ordenador los datos que me iban dando, apretaba el “enter” y a volar. De manera inmediata olvidaba la conversación y el aburrimiento volvía a campar a sus anchas hasta que de nuevo sonara el teléfono. La siguiente llamada entró como un chorro de aire fresco, no pedía nada, no tenía urgencia alguna, solo llamaba para hablar con Anabel. Me pareció curioso y aunque le dije que Anabel ya no trabajaba allí, podía hablar conmigo si quería. Y el caso es que quiso y ahí estuvimos hablando de un manera interminable, mientras veía como los pilotos rojos de la centralita se iban encendiendo, anunciando desastres domésticos que debían ser reparados.
Al día siguiente volví a sentarme frente al aparato, mi ofrecimiento a hacerlo de manera permanente mientras no hubiera quien cubriera la plaza se aceptó de buen grado por todos. Fue de esa manera que empezamos a hablar, primero de una manera desordenada y después, para evitar levantar sospechas, en horas concertadas. Un día, después de tener puesto el “no molesten” telefónico durante más dos horas, sin que pudiera entrara ni un solo aviso de avería, decidí que había que dar un paso más. Las horas se me hacían cortas o largas en función de si ese día había o no llamada. Necesitaba ponerle cara a esa voz a la que ni siquiera había puesto nombre porque nunca lo dijo, ni yo se lo había pedido. Me di cuenta de eso mientras pensaba en cuál sería el mejor momento para quedar y entonces se me hizo extraño llevar dos semanas hablando con alguien del que no conocía ni el nombre, ni nada de su vida personal, pero para el que desde hacía dos semanas me arreglaba con especial atención, pese a saber que no le iba a ver.
A media mañana llamó, me sorprendió porque ese día no tenía que tenía que hacerlo hasta después de comer, pero me alegré de escuchar su voz y pensé que tal vez la necesidad ya no solo era mía sino también por el otro lado. Charlamos durante unos minutos, pocos porque dijo que tenía que salir. Antes de colgar le propuse tener una cita. Vernos, reconocernos y seguir hablando sin un teléfono de por medio. Se hizo el silencio y repetí por dos veces un “¿hola, estás ahí?”. El silencio continuó durante unos segundos más hasta que llegó la señal de que se había cortado la comunicación. Intenté recuperar la llamada, pero entonces caí que mi aparato era solo una extensión de la centralita general y que desde aquí no podía recuperar nada. Continué sentada, esperando que volviera a llamar pero no lo hizo.
Las siguientes tres semanas continué atendiendo el teléfono, intentando que la desazón no acabara conmigo. Las ojeras habían empezado a salir y no podía dejar de preguntarme qué había pasado, dónde estaba el error. Empecé a imaginar mil excusas que me permitieran especular con una explicación razonable a ese comportamiento tan extraño. Siempre podía haber dicho que no a una posible cita. La duda me reconcomía y convertí mi día a día en una invención de historias.
Pasé aquel tiempo como pude y al volver de un fin de semana un tanto turbio, pedí volver a mi puesto de trabajo y que otro se encargara de la centralita. Necesité tres semanas más para recuperar cierta normalidad, para dejar de pensar en aquellas llamadas que durante dos semanas fueron un aliciente. Ahora volvía a estar en mi cubículo entre tres mamparas grises, con la foto de un perro en el lateral y, de fondo, una ventana que cada día, sobre las seis, me entregaba una luz perezosa para despedir la tarde.





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