Las personas no son capaces de decirse nada unas a otras, más sí de contarse todo.
Bernard Von Bretano
Sonó el teléfono y empezó a buscarlo por todas partes sin
encontrarlo. La noche anterior lo había dejado en la cocina y allí seguía. Sonaba
con fuerza, y después de rebuscar en el bolso, por debajo de los cojines del
sofá, fue hacia la cocina, pero no llegó a tiempo. Detuvo la carrerilla. No esperaba la llamada de nadie, solo eran las ocho de la mañana y además domingo. Pero un
instante después, deshaciendo ya sus pasos, volvió a sonar con la misma
insistencia. Regreso sobre
sus pasos, sintiendo el frío de las baldosas bajos sus pies y al descolgar la llamada se cortó de nuevo. No reconoció el número, intentó devolver la llamada y
al marcarlo salto el irritante mensaje de no pertenecer a ningún abonado. ¡Qué
tontería!, exclamó. De alguien sería si había llamado. Volvió a sonar mientras aun sostenía el teléfono entre las manos.
—Diga —contestó resoplando.
—Hola ¿Adivina quién soy?
La llamada se cortó de nuevo. Maldijo en voz baja la mala cobertura y su mala cabeza. No era capaz de acertar a quién pertenecía aquella voz que quería ser adivinada y a la que era incapaz de poner nombre. Se sentó en la cocina, con un pálpito extraño, estuvo esperado pero el teléfono no volvió a sonar y el mismo número al que no podía rellamar. Quería descubrir a qué venía
aquella insistencia por contactar y el desinterés una vez había escuchado su
voz. Quizá fue solo un error que una vez comprobado ya había perdido interés. Quizá solo fuera un comercial en horas extras.
Se preparó un café más largo de lo habitual, comprobó el nivel de batería, llamó a
su propio buzón de voz por si aquella voz misteriosa había decidido dejar un
mensaje. Nada.
Sobre las diez, el teléfono sonó de nuevo con idéntico resultado. Una llamada finalizada y ningún número concreto a la que devolverla. Miró por la ventana intentando adivinar quién podía ser aquel que tanto interés tenía en que adivinara quién era. Sin darse cuenta se le fue la
mañana. Suspiró. Se insistió en que las primeras llamadas habían sido un error y la siguiente solo una mera casualidad, Pero ella, con tanta imaginación como años, se había quedado colgada de aquel traspié y aquello solo podía ser así a medias.
Se puso el abrigo, el teléfono en el bolsillo y bajó por la escalera para darse una vuelta. Caminó
despacio, fijándose en los portales, en las de cortinas descorridas detrás de
las que se adivinaban vidas tan corrientes como la suya. El traqueteo del tranvía
le hizo detener el paso, tocó el bolsillo y sintió el bulto del aparato, mudo,
casi muerto. La lluvia empezó a teñir las aceras de gris oscuro.
Volvió sobre sus pasos. Desde su lado, parada frente al semáforo en ámbar, podía atisbar el rasto del pasado, reflejado en el
agua que empezaba a anegar la calle.
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