Nos hemos acostumbrando a
interactuar con personas a las que no vemos, incluso con personas a las que no conocemos.
Comunicarse así no está mal, aunque nada tiene que ver con el cara a cara que permite
percibir los mil matices de las cosas que en ese encuentro se cruzan arriba y
abajo. El avance tecnológico nos permite
tener al alcance de la mano un montón de información que de otra manera no
tendríamos y permite, también, sentirse cerca de personas que se encuentra a
mil distancias que van más allá de la espacial. Pero lo que se pega a la
pantalla no deja de tener algo de ficción. Una película que casi siempre
inventamos a nuestra medida y necesidad, que busca bienestar e incluso cierto
confort. ¿Queremos un mundo de ficción que nos sea hostil? Para nada. Pero ese mundo de película casera, que
confeccionamos cada día a base de tweets, de mensajes, de fotos y frases que
lanzamos a las ondas, es frágil, efímero y casi siempre tan voluble como el
tiempo. Poco peso y poco anclaje. Y esa cosa liviana que envuelve esta manera
que relacionarse tiene mucho que ver con lo efímero y rápido que se sucede todo
en el entorno virtual. Y es que, aunque lo virtual está muy bien, al final la
piel es la piel. Y los gestos, los olores y la cadencia de los movimientos de
la gente es fundamental. Las relaciones hay que cuidarla y a veces eso requiere
de una importante interés y dedicación. Un acompañar en lo recíproco que en
ocasiones pide de un abrazo enorme, de una risa compartida, incluso de una discusión fea
y turbia. Las relaciones personales, de cualquier tipo, necesitan vida, aire,
agua y un poco de swing, para que no se deshinchen como un globo de helio de Bob
Esponja al final de una feria. Una vez leí un artículo de Isabel Coixet que
empezaba con un “Los hologramas nos sangran” y algo de eso tiene la vida
virtual y es que casi siempre desaparece al apretar el botón de apagar.
Todo se andará, y esas sensaciones podrán transportarse.
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