domingo, 24 de enero de 2021

Y AL DÍA SIGUIENTE, BOSTEZÓ

 


El día que se confirmó la noticia del confinamiento bajé las revoluciones del pensamiento. Me miré en el espejo y descubrí algunas vetas más grises que plata que no tenía controladas. Arranqué unas cuantas desafiando a la maldición de la proliferación descontrolada cada vez que arrancas una. Me sujeté el cabello con una cola floja y me pedí la paciencia que no tengo. La cosa va para largo y el desgaste va a ser grande, así que abrí la ventana, dejé que el aire me llenase los pulmones y deseé, con la misma intensidad que deseo que el cartero no toque el timbre de me interfono, que nadie hubiera estornudado tan fuerte como para llegar al balcón. Las gotículas son el mal y siembran el dolor en el mundo. Lo escuché en un programa de radio y ahora, con todo lo pasado, vivo convencida de su maldad y su existencia disoluta.  Meses después, nada es mejor. El aire huele a polución y los pájaros que se apostaban en las balaustradas han desaparecido. Por primera vez tengo miedo y me abrigo más de lo normal. Ya no miro el tiempo, ni sigo el estado de la polución ambiental.  Los datos de contagio y fallecimientos se han convertido en el buenos días habitual y han arrinconado la música de primera hora. Algo irracional se nos ha cruzado en la vida y no sabemos, no sé, dónde encajarlo. Lo normal ya no existe. En unas semanas volverán los días tibios sin que hayan desaparecido el frío siniestro  que se nos ha colando dentro. Creímos que lo banal desaparecería, era una oportunidad. Pero la realidad es tozuda, retorcida y poderosa. La fotografía que nos quedará de todo esto es la de la malsana necedad.





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