El tipo levantó el reposabrazos que separaba los dos asientos, se sentó a mi lado sin decirme nada y se hizo espacio arrinconándome contra la ventana. Quedé pegada al cristal sin posibilidad de moverme. El trayecto nos llevaría unas cuantas horas, pero, de esa manera, la eternidad sería más breve que mi viaje. Apoyé el codo en el escueto marco de la ventana y la mejilla en la palma de la mano. Nos alejamos de la estación central y el tipo sacó un teléfono del bolsillo en un ejercicio de contorsionismo alucinante. Empezó a teclear a una velocidad vertiginosa, respirando de una manera entrecortada, como si le faltara el aliento y se le escapara la fuerza por los dedos. Siguió escribiendo durante kilómetros y perdí interés. Me dormí. Al despertar, el reposabrazos volvía a estar en su sitio y el asiento vacío. El autobús no hacía paradas. Imaginé que el tipo se había cambiado de asiento y le busqué alzando el cuello, pero no le vi. Me desconcertó. ¿Por qué se había ido? Su cuerpo, su Había ocupado un espacio que era mío, pero era él el que se había ido. En su asiendo solo quedaban el envoltorio de un caramelo de café. Me sentí un poco abandonada y me guardé en el bolsillo aquel papelito. Deseé escribir un mensaje con la misma intensidad con la que lo había hecho aquel tipo y saqué el teléfono del bolsillo sin la menor dificultad, pero, maldita sea, no tenía nada que decir.
Sin duda, una situación incómoda.
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