domingo, 20 de junio de 2021

REINO WATUSI

 


Me senté de cara a la puerta. Había llegado demasiado pronto y sabía que tu llegarías tarde. La espera se convertiría en una hora de especulaciones. Quería verte llegar, adivinarte desde lejos, pero tampoco demasiado. Te reconocería al bulto. La miopía no perdona, pero los andares no cambian, se quedan pegados al cuerpo y lo convierten a uno en un fotograma de uno mismo. Sería fácil reconocerte. Me quité la chaqueta, me pedí un mojito y al poco otro más. De fondo sonaba una canción pasada de moda que me recordó los veranos en la playa, cuando caía la tarde y el paseo se llenaba de veraneantes. Entonces, apenas vestidos con cuatro trapos, nos escapábamos hasta el embarcadero para olvidarnos de las normas. Me achispé y ahora también las normas se iban a ir de paseo un rato. Después de todo, para eso están, para poder saltárselas, aunque solo sea un rato. Recordé que odiabas el sabor del ron y me puse a buscar en el bolso algo con lo que disimularlo. Encontré un chicle, me lo puse en la boca y masqué lento, muy lento, como si de esa manera se borrara el rastro. No tenía intención de besarte, después de tanto tiempo no parecía apropiado, pero las cosas nunca salen como uno planea en la cabeza, ni como se ensaya en los trayectos muertos del trabajo a casa y de casa a la nada. Así que masqué, casi rumié, y me pedí un agua. Miré alrededor, ¡menudo cuadro de sitio! Lo había escogido porque alguien me había hablado del buen ambiente, la música y de las copas sin garrafón.  Así que cuando me dijiste, veámonos, te solté el nombre sin saber que una alineación de papagayos de madera y enormes plantas de plástico serían testigos silenciosos de nuestro encuentro. La música era buena y la bebida también. Algo era algo. Comprobé la cobertura  del teléfono. Te estabas haciendo de rogar y te imagine haciendo tiempo, recorriendo la acera de enfrente de arriba abajo, arreglándote el pelo frente cristal de la farmacia. Nos queremos saber guapos para no defraudar al otro o, mejor, para no defraudarnos a nosotros mismos. Con un gesto reflejo, me pasé la mano por el cabello, lo ahuequé un poco y me recoloqué en la silla para que no se notara que había llegado demasiado pronto y que había matado el tiempo a base de ron y hierbabuena. Aunque ya me daba lo mismo. Quería que llegaras, acabar con la arrogancia que da la distancia, el tiempo. Si salía mal siempre me marcharía sin más, aunque primero tendría que ponerme de nuevo los zapatos que me dolían como si el mismísimo demonio estuviera jugando con ellos. Acaricié la base de la mesa con el pie desnudo y recordé aquella vez que volví descalza a casa. No me di cuenta hasta subí al coche. Quedaron en tu apartamento, pero ya no volví a por ellos. Las prisas, siempre las prisas. Primero para quitárselo todo, dejarlo por ahí perdido y después para recogerlo como si nunca hubiera pasado nada. No nos volvimos a ver. ¿Qué harías con los zapatos? Me pedí un agua, la boca se me había secado. La lengua como un raspajo y las ganas hechas un lío Quería que llegaras, que siguieras pensando que no hay nada como la hora de la siesta para acostarse, aunque ahora fueran las seis de la tarde. Que confirmaras que echarse de menos forma parte de esa extraña relación que tenemos. 



2 comentarios:

  1. Lo de el chicle es algo confuso. En realidad querías besarlo. Es como esas imagenes que se esconden en los anuncios de la cocacola de una persona sedienta en el desierto, y que no nos damos cuenta de ellas.

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