No sé si debo hacer caso a las
recomendaciones que voy recibiendo. Mienten tanto que tomar una decisión, sin saber
si lo que haces responde a un criterio científico o no, es parte de ese
misterio que tal vez se desvelará cuando ya no importe. He sorteado al virus hasta
este momento con la habilidad de una recortadora covid nivel avanzado. Pero ahora,
mientras estoy sentada en la silla de pensar, garabateando las tonterías que
corresponden a una tarde de domingo desahogada, me llega un mensaje al teléfono
móvil. Ya son dos en lo que llevamos de fin de semana. La cabeza empieza a dar
vueltas, a resituarse en el lunes pasado, incluso en el viernes anterior ¿Cuándo
fue el último día que vinieron presencial?, ¿Estuve con ellos o no? Dos semanas
y media atrás, yo no era siquiera persona humana, el trabajo me desbordó y
apenas asomaba la cabeza por ningún sitio, pero la semana del puente, que no
tuve puente, ya no sé si los vi o si no lo hice. Esta semana a saber. La fuerza de la costumbre y la repetición de
actos me hace difícil encajar los momentos con la gente del trabajo salvo que
algo lo convierta en un momento estelar. No lo sé. Se abre grupo de urgencia ¿Comenzamos
con teletrabajo o no hace falta?, ¿Hay que cerrar o no hace falta? El virus ha
venido a demostrarnos, una vez más, que la vida se te desorganiza cada vez que
a lo incontrolable le da la gana. Contesto en el chat un lacónico: Esperemos
resultados e instrucciones de protocolo. Tengo que sacar al perro porque él,
que puede que sea el único que está a salvo en este momento, no conoce de
confinamientos, ni de pruebas de antígenos. Una prueba con traje de farsante que,
aunque a veces dice “No” resulta que puede ser “Sí” y que, como la cigüeña en
un predictor, te anuncian la buena nueva a base de rayitas. El número de rayitas, una o dos, marca la
diferencia y decidirá la foto de la navidad, un año más.
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