Me siento en la parte trasera. Me
recuesto contra el cristal aprovechado que la bufanda es gruesa y que no hace
la humedad de estos días atrás. Empiezo
a contar los balcones en los que aún cuelgan las luces de navidad y cierro los
ojos. Podría dormirme porque arrastro mal suelo de noches eternas y porque son
las siete de la mañana. No hay pasaje y, aunque dicen que los días empiezan a crecer en este invierno estúpido, aquí
sigue siendo noche cerrada. Me pica la
nariz y la mascarilla no ayuda nada. La bajo disimulando, como si estuviera
cometiendo una acción atroz y el virus, que campa entre el asiento del
conductor y la puerta de trasera, fuera a cogerme a traición. Apenas ha pasado
la Navidad sin pena ni gloria, aunque a decir verdad, con un poco más de pena
de la que estamos dispuestos a reconocer. Se acerca el final del año y, en una burla repetida mil veces, nos baila de frente con lo que parece la carta de
un tiempo futuro que pretende mostrarse brillante y mejor. Pero hemos aprendido
que los futuribles se sujetan sobre las alambres trileros de los tiempos
inciertos. Los grandes objetivos quedarán aparcados en breve pero aun así
jugueteamos con ellos sabiendo que la expectativa carece de fundamento y que
solo se alimenta de necesidad. Bostezo
con una desgana infinita, tan infinita como la línea de la calzada que engulle el autobús.
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