No
sé hasta que punto supo que me parecía interesante. Nunca se lo dije. A veces
las palabras no importan, casi sobran y la actitud cubre la laguna que de lo que no se dice. Le escuchaba
mucho y ponía una atención, quizá desmesurada, en leer las cosas que escribía. Era
como un catalizador. Me hacía pensar. Me esforzaba por intentar
comprender sus ideas que había
robado de antemano y las disimulaba para que parecieran originales. A veces lo conseguía. Pero, aun así, desde esa la ambigua posición que en ocasiones me situaba, fue un tiempo muy estimulante. Estar en el lado opuesto de sus
posicionamientos me hizo más rápida, aunque no creo que más interesante a sus ojos, o eso me parecía a mí. No saberse interesante para alguien, es lo mismo que no
saberse guapo en la cabeza de otro, es una cuestión de subjetiva apreciación que
una vez salvada da una ligereza extraordinaria. Me era interesante, sí. Le era
interesante, ni lo supe, ni al final me importó demasiado. Una vez superado el
bache del ego maltrecho, que de primeras duele como un uñero rabioso, todo es mucho más
sencillo. La reciprocidad es algo estupendo cuando sucede, pero conocidas las limitaciones
de su falta, seguir cebando el runrún que recorre la cabeza se
convierte en un ejercicio en solitario, un poco más aburrido pero no menos placentero,
donde lo importante es no perder la palabra apropiada, ni la capacidad para ir
descubriendo que el mundo se genera, un día tras otro, a base de ideas que se
cruzan por el espacio y aterrizan donde buenamente uno busca.
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