domingo, 23 de abril de 2023

SE RASGA EL CIELO Y PASA UN AVIÓN





 

Intento no despertar a nadie. Dejé la bolsa preparada por la noche y solo tengo que vestirme un poco de cualquier manera, ni siquiera me ducho. Salgo a la calle. Alguien se ha encargado de celebrar algo que ha dejado el suelo sembrado de confeti brillante. La suerte está echada. En unos días hará veinte años de aquel año en que nos dejó. Saludo al encargado de la puerta. Me devuelve el hola sin levantar la cabeza que queda medio oculta detrás del mostrador. Me jugaría mi inexistente y futura pensión de jubilación a que está mirando el móvil, chateando o siguiendo las redes sociales. Estoy segura de que no la perdería. Es el signo de los tiempos, sobre todo el de un domingo a las siete y media de la mañana.  Solo los ancianos, los trabajadores por turnos, los vigoréxicos y los colgados vamos a nadar a esa hora. Bajo los escalones que ahora sé que son dieciocho. Y lo sé porque los cuento, uno tras otro, desde que soy incapaz de bajarlos con la naturalidad con la que lo hacía hace apenas cinco meses. Me digo que voy mejor, que bajar eso no es nada, como tampoco lo es subirlo. Me lanzo al agua, impulsándome y sin pensar. Por el camino pierdo los auriculares que se hunden como si fueran el hijo del mismísimo Titánic. Bajo hasta el fondo e intento alcanzarlos con una mano. No llego. Las losetas brillan más de lo normal. Subo a la superficie, cojo aire y desciendo pensando que ahí abajo puede que encuentre una fiesta con el mismo confeti que he visto hace un rato. Estiro el brazo y pesco el cable con un gesto obtuso. No recuerdo si aquella última semana le dije que le quería, creo que no. Aunque puede que sí, no lo recuerdo. Doy un par de brazadas y pataleo de una manera un poco torpe. Me canso y me dejo flotar multiplicada por seis. Me senté en la parte trasera junto a la camilla. Por la ventana vi pasar la ciudad y supe que, posiblemente, aquello que en aquel momento yo estaba viendo era lo mismo que él vería por última vez. Pasó un avión. Espiro con fuerza y se me empañan las gafas. Aquí no hay truco que valga. Llego a la pared y volteo con media patada. Al menos, no he olvidado algo y vuelvo brazada tras brazada, patada tras patada, multiplicada por diez. Me quito las gafas, me las sujeto con la braga del bañador y sigo nadando porque así, sin nada, casi a ciegas, la pena se confunde con el agua y todo parece más ligero.



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