Las relaciones entre personas, las buenas relaciones, se sostiene en el tiempo cuando existen, de una manera recíproca, grandes dosis de respeto, lealtad y confianza. Cuando alguna de ellas desaparece, por el motivo que sea, la relación empieza a deteriorarse y el que estaba en Babia, actuando con la nobleza que se requiere, queda ligeramente noqueado al descubrir que aquel compañero, en el que se confiaba y se cuidaba, se esconde un estratega que medra tanto como puede y que justifica su deslealtad en la necesidad de salvar los propios trastos. No hay nada más deleznable.
Pero
vivimos tiempos oscuros, llenos de necios y ventajistas que olvidan, con frecuencia,
a quienes les tendieron la mano. Descubrir la deslealtad de alguien con quien se
debe seguir tratando es una faena. Se abre una grieta difícil de reparar y en
ese agujero van cayendo, poco a poco, las últimas ganas de saber nada del otro.
Con el tiempo y las caretas fuera acaba fraguándose la indiferencia. El tiempo
es efímero, pasa muy rápido, casi siempre demasiado, y perderlo es un pecado. Hay
que saber perdonarse las equivocaciones. Reconocer que sentirse de un modo u
otro es algo que solo compete a cada uno, y que mandar a tomar por culo a quien
defrauda, sin posibilidad de marcha atrás, casi siempre es muy sano y
liberador.
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